Hemos sido testigos a través de
los medios, que un juez ha dictado una sentencia que declara suficientemente
acreditado un supuesto delito cometido por una conocida figura del teatro y
cine del ámbito nacional. En su sentencia dicho juez declara la imposibilidad
de aplicar las consecuencias de este supuesto delito acreditado, por estar este
beneficiado por la prescripción de la acción penal.
Esta es otra manifestación de la
monstruosidad de la doctrina Aylwin inoculada a la judicatura. A don Patricio
le cabe por sus obras -redacción de la ley de reforma agraria, de la ley
indígena y de esta malhadada doctrina- el epitafio que dice la leyenda adornó
la tumba del Cardenal Richelieu: Aquí yace un hombre que hizo el bien e hizo
el mal; el mal que hizo lo hizo bien, y el bien que hizo lo hizo mal.
Aquella seudo doctrina dice grosso modo que, no obstante, un delito se
encuentre prescrito o amnistiado, el juez debe investigar antes de aplicar la
prescripción o la amnistía, porque de otra manera no estaría haciendo
justicia.
El derecho y la tarea
jurisdiccional en una república es para ADMINISTRAR JUSTICIA. No para HACER
JUSTICIA. Aquella degeneración, digo inoculada a nuestros jueces por Patricio
Aylwin, transforma la tarea jurisdiccional en tarea política para imponer
relatos de sumisión y poder. A las masas ignorantes de lo que ha sido el
derecho a través de la historia humana, se les oculta el potencial destructor
de este criterio, a través de un envoltorio de papel brillante: el juez
transformado en un especie de superhéroe hacedor de justicia.
La función de la judicatura en
una república sometida a un estado de derecho, es mucho más modesta: recuperar
un equilibrio que la sociedad ha perdido por una conducta ilícita y de tal
forma recuperar la paz social alterada por esa conducta ilícita.
Cuando la paz social ha sido
recuperada, - imperfectamente como todo lo que rodea al ser humano-, por el
paso del tiempo o por una decisión del legislador que en busca un bien mayor o
un mal menor, amnistiando a los eventuales delincuentes, se cierra un capítulo
de ilicitudes o iniquidades cometidas en el pasado. La función jurisdiccional
que enjuicia pasando por alto estas instituciones, no solo es inútil, sino que,
en vez de cumplir su función pacificadora de los espíritus, transforma la
convivencia social en un perpetuo conflicto degenerando su razón de existir.
La inteligencia humana es
limitada y los jueces son humanos. Los medios de convicción que puede tener de
buena fe para enjuiciar hechos ocurridos muchos años atrás, por regla general
son difusos e imposibles para formarse una honesta convicción. El derecho
positivo reconoce estas limitaciones y es por ello hay normas positivas,
doctrina y jurisprudencia que obliga regladamente a ponderar los medios de
prueba.
Reconociendo que ello es imposible después de tiempos
remotos, existe la institución de la prescripción y de la cosa juzgada. Nadie
puede juzgar adecuadamente hechos ocurridos cuando el tiempo ha borrado los
medios posibles de convicción y cuando la sociedad los ha olvidado. Menos
cuando ya han sido juzgados. En el caso de Campos, un juez condena moralmente a
un individuo reconociendo que no puede hacer lo que el mandato de la
constitución o la ley le obliga: respetar la ley y aplicarla para la
pacificación de los espíritus.
¿Se preguntará el lector: que
tienen que ver los presos políticos militares con el caso de Cristián Campos? Pues
el relato del conflicto permanente propio de la ideología gramsciana post
marxista. En ambos casos la judicatura obra para imponer relatos
político-revolucionarios. En el caso de los militares, la seudo memoria que
tuerce lo que efectivamente sucedió en nuestro quiebre institucional y el
estado de guerra interna a que dio lugar. La de Cristián Campos, el relato del
macho heteropatriarcal abusador, depredador sexual y abusador en el núcleo
familiar.
¡Cuanto más grave es el caso de
los presos políticos militares! Donde personas como el afectado en la situación
reciente y miles de ciudadanos decentes, han mirado para otro lado, pensando
que a ellos no les afectaría. El pastor luterano Martin Niemöller en un sermón
en 1946 lo sintetizó en una oración[1]
universalmente conocida:
Cuando
los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio ya que no era
comunista.
Cuando
encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio ya que no era
socialdemócrata.
Cuando
vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté ya que no era sindicalista.
Cuando
vinieron a llevarse a los judíos, no protesté ya que no era judío.
Cuando vinieron a buscarme a mí, no había nadie más
que pudiera protestar.
En efecto, la monstruosa
injusticia cometida contra los presos políticos militares, no solo se ha
tolerado que se investiguen presuntas conductas ilícitas prescritas y
amnistiadas. En el caso de ellos, no se han respetado otras instituciones del
derecho procesal civilizado: No hay crimen sin ley que le sancione, es decir no
se pueden aplicar delitos inexistentes a la fecha de las conductas enjuiciadas
por muy vigentes que estén a la fecha del enjuiciamiento, reglas reguladoras de
la prueba, presunción de inocencia. Y lo peor de todo: han sido condenados a
penas efectivas sin derecho alguno que tienen todos los presos rematados,
transgrediendo todos aquellos principios. Es decir, una inquina propia de una
nación pre civilizada. Todo ello a vista y paciencia no solo de quienes los
mueve el odio y la venganza, sino también, como nos enseñan Hanna Arendt por
personas moralmente neutras.
Es imprescindible que la
judicatura retome el cauce republicano y se centre en su tarea sin
transformarse en voceros como si estuviesen en un foro político, de supuestas injusticias
sociales o individuales para imponer un relato de sumisión política. La única
tarea de la función jurisdiccional en una república civilizada es aplicar la
ley. Las instituciones deben retomar el cauce legal y constitucional y es tarea
del próximo gobierno contra revolucionario, investigar, perseguir y sancionar a
los agentes del Estado infractores, que han sembrado el conflicto vía exorbitar
su función.
Junio 2026
[1]
Se le atribuyó falsamente por razones políticas
al dramaturgo comunista Bertol Brecht, como un supuesto poema escrito por él.