Dice el diccionario de la Real Academia que artificial es
un adjetivo que significa; hecho por la mano del hombre, no natural, falso,
producido por el ingenio humano. El excelente Diccionario Etimológico de
Chile[1]
nos hace saber que esta palabra se compone del sustantivo ars, artis,
que da cuenta de una obra o trabajo que expresa mucha creatividad; del verbo facere
qué por apofonía[2]
se convierte en fic (tal como sucede con edificio, orificio) y por último de alis,
que significa pertenencia. Así, etimológicamente, artificial
sería aquello perteneciente a una obra creativa.
¿Es artificial la colmena compuesta de miles de hexágonos
donde las abejas depositan el fruto de su trabajo? ¿Es artificial una tela de
araña efectuada con gran precisión por ese sorprendente animal? No. A esas
magníficas obras de la naturaleza le falta un elemento propiamente humano: la
creatividad. El cambio en la naturaleza se produce por mecanismos adaptativos
al medio. Por decirlo de manera simplificada, el animal se adapta a la
naturaleza, en cambio el hombre, por una extraña cualidad de su voluntad,
adapta la naturaleza a él mismo. Para mayor precisión deberíamos contestarnos
la pregunta; ¿puede la araña decidir no hacer la tela o la abeja la colmena? La
respuesta es no; esta compelida a hacerla bajo apercibimiento de morir si no lo
hace. Pero además por una razón muy radical: la abeja y la araña no deciden, no
optan; no tienen opción.
Lo artificial es el producto de una voluntad propia e
inspirada por la pura creatividad humana, derivada de un deseo de adaptar la
naturaleza a una condición previamente inexistente. El hombre libre quiere
cambiar el mundo y resuelve crear un artificio. Es lo que inspira singular
y excluyentemente en el reino animal; lo que llamamos naturaleza humana.
Desde el mazo que cogió el hombre de las cavernas para dar
muerte a la presa de caza, el hombre ha venido a través de la historia creando
artilugios para adaptar al mundo así mismo. El hijo y el nieto de quien inventó
la rueda no debió inventarla, pero si producirla artificialmente. Mantuvo así
el hombre a través de la historia, plena conciencia de qué era en el mundo lo
natural, y que era lo artificial. El hombre, a través de los siglos,
siguió viviendo humanamente entendiendo que era una criatura especial que
adaptaba la naturaleza a sí mismo, teniendo plena conciencia de la frontera
entre lo natural y lo artificial. Y eso no porque fuese más inteligente que el
hombre contemporáneo ni porque todo tiempo pasado fuese mejor. Tuvo
perfecta conciencia de ello por una razón muy trivial: la densidad de lo
artificial en su circunstancia cotidiana era muy baja respecto de lo natural.
Esto de la densidad de lo artificial respecto lo natural, lo
explicaré con un ejemplo cotidiano: Cuando andamos en bicicleta, tenemos plena
conciencia que aquel artilugio es artificial porque si dejamos de pedalear
caemos de ella, lo que demanda nuestra atención y fuerza física. Cuando conducimos
un automóvil, esa conciencia se tiende a disolver, aunque no completamente,
porque si soltamos o apretamos el acelerador estamos físicamente donde mismo:
montados en una caja sólida que representa una atmósfera excluyente de la
atmósfera de fuera del automóvil.
El hombre desde no hace más de doscientos años ha presenciado
un cambio radical en su entorno por la presencia de múltiples artilugios
creados para la preservación y promoción de su condición humana. Pero en los
últimos treinta años el fenómeno ha adquirido dimensiones tales, que nos deben
hacer meditar sobre el espacio que ocupa la genuina humanidad del hombre en una
circunstancia ocupada señorialmente por la tecnología. Esto es preguntarse, ¿están
dadas las condiciones de posibilidad para conservar las dos cualidades que hacen
al hombre único en la creación conocida - Su conciencia y su libertad- en un
espacio físico dominado por la presencia de artilugios tecnológicos?
Es menester explicar aquello de la libertad y de la
conciencia, para que el lector no piense que son galimatías para parchar
una línea argumental. El hombre posee una extraña condición en la naturaleza:
puede aspirar a realidades inexistentes. Para ello tiene una condición que el
animal no tiene: es capaz de ensimismarse, es decir volver sobre sí mismo,
meditar de qué manera puede acometer las circunstancias que le rodean para
cambiarlas a su voluntad. Y para ello han sido los artilugios creados, desde la
invención del control del fuego para calentarse, en adelante. Progresivamente
el hombre crea las condiciones de bienestar que le permitan acometer sobre las
circunstancias. Si a Juan Sebastián Bach, Miguel Ángel, Luis Pasteur o Werner
Von Braun, no les hubieren precedido hombres que descubrieron como construir
casas canalizar el agua potable, alear los metales etc. etc. sencillamente no
habrían compuesto las maravillas de la música, de la escultura, del control de
las enfermedades o del hombre a la conquista del espacio. La humanidad, a
través de su creatividad ha cooperado a través de su corta historia para que
dispongamos de un arsenal de cosas que son condiciones que nos permita acometer
nuevos objetivos más y más altos y complejos. La técnica – en el sentido amplio
de la palabra como creaciones humanas orientadas al bienestar del hombre -, ha
sido hecha para el bienestar humano, y el bienestar humano es lo que permite expandir
los espacios de conciencia y libertad de creación.
Volviendo a los cambios de los últimos treinta años, esta
mutación se articula desde dos dimensiones: En primer lugar, la densidad de
lo artificial que ha rodeado la existencia cotidiana en el mundo moderno es
inédito o al menos no tiene precedentes en la historia conocida, y ha llegado a
un grado que se requiere de un esfuerzo activo de la inteligencia para poder
discernir que es artificial y que es natural en nuestro entorno. En segundo
lugar, la pérdida de control sobre la creatividad de los artilugios
tecnológicos es algo también no existía hace 100 años atrás. Si la técnica es
el conjunto de cosas que el hombre ha creado a través de la historia para
facilitar su condición humana, existió una relación entre la necesidad percibida
directamente por el hombre individual para la promoción a esa condición humana
y el medio tecnológico creado o usado por ese hombre individual. En el mundo
contemporáneo el individuo humano en una mayor proporción ya no es autor
directo de la tecnología – lo que es tolerable – pero tampoco es inspirador de
la necesidad de la tecnología que usamos – lo que es intolerable-. Hemos ido perdiendo
progresivamente nuestra potestad individual para determinar si la nueva
tecnología la necesitamos o no para expandir nuestra condición humana.
Así enunciado, el fenómeno parece muy trivial y fácil de
solucionar. Sería cuestión de dosificar la densidad de lo tecnológico. Cada
individuo debería tener la libertad de usar o no los nuevos medios tecnológicos.
Pero no es fácil ni trivial. Y no lo es, porque va acompañado con una
centralización del poder donde lo que gana en capacidad de decisión del provenir,
un poder lejano al individuo, lo pierde el individuo. La tecnología moderna es
expandida no por voluntad del individuo, sino por voluntad de los poderosos que
quieren imponer una soberanía sobre el individuo.
El fenómeno se ha intensificado cuantitativamente; hoy – a diferencia
de hace 50 años- abarca a la casi totalidad de la humanidad. Y se ha
intensificado cualitativamente con la omnipresencia de los artilugios
tecnológicos en la vida cotidiana que han apartado a la humanidad del mundo natural
y han inaugurado una forma de control intensa, densa y omnipresente de la vida
individual, por un poder centralizado y lejano a los individuos, a la familia, y
la comunidad política próxima. Hay una desagradable percepción que hemos
perdido el control de nuestras vidas, y que la comunidad política que se despliega
en nuestro entorno inmediato también es arrastrada en este control centralizado
y lejano.
Conforme nos lo enseña la historia, el fenómeno pareciera se
propio de estadios declinantes del pasado conocido. La historiografía,
antropología y arqueología, se preguntan por qué razón colapsó la llamada
edad de bronce que dos mil años antes de Cristo permitió la existencia de
sociedades tecnológicamente sofisticadas y una densa red de intercambios
comerciales que conectaban oriente próximo entre sí e incluso se conjetura que
China de la edad de bronce, se conectaba con occidente y esa rica cultura. Una
de las conjeturas más plausibles para contestar esa pregunta es precisamente la
centralización del poder a causa de la sofisticación de los procesos
tecnológicos.[3]
Pero estas letras no pretenden lamentarse escatológicamente de
una fatalidad. Al contrario. Advertir que la solución está a la mano. Podemos
recuperar el control de nuestras vidas y usar racionalmente de la tecnología.
Pero ello a condición de superar un estado de conciencia propio del siglo XX.
El poder -entendido en términos amplios como toda aquella
voluntad que quiere condicionar y dominar nuestras decisiones sobre que hacer
con nuestras vidas- busca intensificar los procesos de masificación de la
humanidad para fines de control y conducción. Para ello usa y abusa de la
tecnología. El poder es más eficaz para conculcar nuestra libertad y dominarnos
que en el siglo XX, gracias a la tecnología sobreviniente.
Para neutralizar al poder y conservar la libertad y nuestra dignidad
humana, ya no bastan los talentos prescritos por Kant cuando fundó la
ilustración -atrévete a saber-. Es menester adicionalmente una intensificación
de la conciencia a través de un activo proceso de conocernos a nosotros mismos
y entender cabalmente la consecuencia de cada una de nuestras decisiones. En
otras palabras: para conservar la dignidad humana en un mundo irrefrenablemente
tecnologizado debemos ser más espirituales y ejercitar cotidianamente la vieja
receta de la filosofía: reflexionar sobre el sentido de nuestras vidas.
Para tal ejercicio, tenemos una condición más favorable para abordar
esa tarea respecto de nuestros antepasados: la disponibilidad de la
información; los datos. Está a nuestra disposición con un click del smartphone
o del computador, miles de bibliotecas de Alejandría que abarcan toda la
sabiduría que hemos recolectado a través de siglos. Tenemos la materia prima
que nos permite reflexionar sobre la causalidad de los fenómenos, detener el
tráfico de ideas preconcebidas sin fundamento inspiradas generalmente por el
poder para controlarnos. Podemos formarnos un juicio en base a la realidad real
y no a la realidad envuelta en doctrinas, sistemas de pensamiento,
prescripciones ideologías, utopías, preconceptos o prejuicios.
Es verdad que la historia de los sistemas de pensamiento es
útil, pero las circunstancias que nos rodean son mayormente inéditas y con los
mecanismos de interpretación de la realidad pretéritos, esta realidad
contemporánea es a veces incomprensible. Filosofemos, pero filosofemos creativamente
sobre las disyuntivas presentes, no exclusivamente sobre los sistemas de
pensamiento pretéritos. Confrontar cosmovisiones pretéritas, como habitualmente
se hace en el espacio público, me parece un ejercicio parecido al de los
bizantinos con los turcos ad portas.
El genial Pepo, autor de nuestro omnipresente Condorito, en
su tira cómica escribía en las paredes de Pelotillehue, “Tome Pin y haga Pun”.
Era una aguda sátira de la publicidad y del ejercicio del poder disuasivo
en general. Para conservar la humanidad en nuestro siglo, si creemos que
tomando Pin vamos a hacer Pun, habremos irremediablemente perdido nuestra
dignidad humana. Sospechar, dudar, escrutar al poder y decidir por nuestra
cuenta y riesgo; esa es la tarea que demandan estos tiempos tecnológicos. Siempre
en la historia humana el individuo le gana al poder lejano y burocrático.
Siempre las estructuras complejas colapsan. Es probable que la era de bronce
haya colapsado por una agenda como la 20-30 de la ONU. Con nuestra conciencia
despierta podemos evitar que el derrumbe de las estructuras arrastre a nuestra
conciencia individual.
Junio 2022