lunes, 14 de abril de 2025

INTELECTUALES PAYASOS, DEMAGOGOS Y MATONES

 


En una colectividad humana hay personas que les toca en suerte cosechar en vida los frutos de su esfuerzo en la circunstancia que les ha tocado vivir. Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales y columnista de El Mercurio, es uno de ellos. Hombre esforzado, estudioso, poseedor de innegables talentos intelectuales, disfruta de un prestigio y una posición social que muchos aspirarían tener. Esa calma y mesura es muy atractiva para una burguesía acomodada y bastante perezosa intelectualmente para discernir por sí misma. En ellos, los silogismos que urde el señor Peña pasan a ser algo así como un oráculo.

Es él, como se estila reseñar, una persona de izquierdas. En su vastísima bibliografía nos ha hecho saber una perspectiva antropológica que representa a la izquierda moderada, de ideología liberal, donde la sociedad liberal diversa, como él la nombra, sería un ideal a conseguir.

Pero flaquea Peña en honestidad intelectual. Y prueba de ello es su columna de 16/3/25 en el diario El Mercurio.

Comprendo que en una breve columna no puede dar completa y cabal razón de por qué estima que estamos equivocados quienes propiciamos, mesurada y reflexivamente, la liberalización de la tenencia de armas, la pena de muerte para crímenes atroces cada vez más comunes, el control de fronteras que impida la masiva migración ilegal (que él encierra bajo el epígrafe de zanjas), plazas carcelarias suficiente que le permitan al Estado cumplir con su tarea de represión del delito (que él adjetiva como cárceles gigantescas), el control y reclusión de todos los extranjeros ilegales (que él define como definición de peligrosidad por nacionalidad o raza), creación de centros de reclusión en vísperas de repatriación a quienes hayan ingresado ilegalmente al País (que él encierra bajo el epígrafe de campos de reclusión) y dotar a los guardias municipales de armas para la obviamente necesaria, cooperación con Carabineros en la función represiva del delito.

Señala el señor Peña, que estaríamos viviendo en un país donde imperan los derechos individuales y donde existen reglas más o menos imparciales y árbitros independientes y serenos a la hora de aplicarlas. Es aquella una percepción que se puede gozar desde el sancto sanctorum de una rectoría universitaria, pero resulta público y notorio que aquello no existe en el País que se llama Chile. Tampoco tienen el privilegio que él y sus lectores dominicales de El Mercurio probablemente tienen, de disfrutar de bienes que hacen posible una vida diversa y compartida y que, si no estuvieran, los echaríamos rápidamente en falta. No. El 97% de los chilenos hace mucho rato que echan en falta esos bienes. Particularmente aquellos que no viven en las comunas guetos donde probablemente vive el rector Peña y sus lectores. Esos que en su columna pareciera tildar de posesos de una emoción infantil e insustancial, en verdad tienen miedo y angustia. Miedo que nace racional y reflexivamente. Angustia de que sus hijos puedan retornar diariamente a casa sin haber sido víctimas de la delincuencia. Son adultos que ponderan la realidad sin deseos – como él lo hace- de que una idea prime sobre el crudo principio de realidad.

En efecto; es deshonestidad intelectual no someter a escrutinio precisamente aquellas creencias, las suyas, que vulneran el principio de realidad que han hecho por décadas una casta académica que él lidera, que le ha dado la papilla en la boca a otra casta de políticos inútiles, en un buen porcentaje corruptos, y a jueces prevaricadores. Aquellas creencias que llevaron a cambiar el nombre de los tribunales de represión penal por Juzgados de Garantía, donde el sujeto a proteger son para nuestra desgracia, los delincuentes.

Es deshonestidad intelectual no someter a escrutinio aquel hábito de diseñar ficticiamente una sociedad como quien juega con trenes eléctricos que cuando se descarrilan, simplemente se vuelven a poner en el riel. Una sociedad de derechos sin deberes y después quejarse de la “anomia” -léase sentarse en los derechos del prójimo- como si fuese un fenómeno sin causa.

Es deshonestidad intelectual no poner en cuestión esa falsa moralidad que oculta una desordenada avidez por el poder, que se manifiesta al condenar con un ojo tapado y bajo una falsa historicidad, a los enemigos políticos tildándolos de violadores de derechos humanos, sin jamás considerar y ponderar en qué circunstancias se confrontaron para salvar la convivencia pacífica y civilizada.

Hoy lo descarrilado no es un tren de juguete; es un tren de verdad. Toda una superestructura de engaños y autoengaños superados por la realidad. ¡Calma, racionalidad, ponderación!, clama el señor Peña a sus cómodos lectores, mientras el espacio público es cooptado por los perversos.

Y lo que definitivamente es deshonestidad intelectual, hacer uso del viejo hombre de paja para calificar de payasos, demagogos y matones, a los líderes que mesurada y reflexivamente quieren recuperar la convivencia y los espacios públicos perdidos para los ciudadanos cumplidores de sus deberes.

Abril 2025

P.S. Dejo a pie de página su artículo.[1]



[1] El peligro del miedo (Carlos Peña). En la actual situación en Chile está ocurriendo algo extremadamente peligroso. No se trata solo de los crímenes y los asaltos, sino sobre todo de la actitud que se principia a generalizar frente a ellos. Los políticos en competencia sospechan que, si el miedo se agudiza y se enseñorea, como está ocurriendo, las personas estarán dispuestas a pagar cualquier precio para acabar con él. Comienzan entonces las propuestas. Cada una tratando de estar a la altura del temor y la inseguridad que siente la población. Y como para apagar el miedo ningún precio parece demasiado alto, principia la desmesura y se abandona la reflexión. Armas, pena de muerte, zanjas, cárceles gigantescas, identificación del sujeto peligroso en base a la nacionalidad o a la etnia, campos de reclusión, cuerpos armados municipales, principian a integrar las propuestas de quienes aspiran a tomar las riendas del Estado. Se ha visto estos días a propósito de los crímenes ocurridos en Graneros. Todo eso es, por supuesto, comprensible; pero es muy peligroso. Y lo es porque las sociedades abiertas, allí donde imperan los derechos individuales y donde existen reglas más o menos imparciales y árbitros independientes y serenos a la hora de aplicarlas, no descansan en las emociones de las personas, ni siquiera si se trata de emociones tan poderosas como el miedo, sino que, por el contrario, se construyen luego de un largo proceso de racionalización de esas emociones y de esos sentimientos espontáneos, hasta conducirlos y transformarlos en arreglos que evitan sacrificar los bienes que hacen posible una vida diversa y compartida y que, si no estuvieran, los echaríamos rápidamente en falta.  Si se comete un crimen, la reacción emocional espontánea es la de castigar a quien se supone culpable; pero la razón indica que es necesario averiguar primero si lo es y entregar esa decisión a un tercero imparcial. Si alguien emite opiniones estúpidas o incómodas, la reacción inmediata es hacerlo callar; pero la razón indica que es mejor oírlo porque en la diversidad de opiniones, incluso las que parecen tontas pueden ayudarnos a discernir mejor. Si alguien no tiene donde vivir, la reacción emocional es permitirle que ocupe la propiedad ajena; pero la razón indica que si hiciéramos eso la propiedad desaparecería y el resultado sería peor.  Y así, Lo que se llaman instituciones (y que hacen posible la cooperación y la vida compartida) no se construyen agitando las emociones de las personas, esas que de pronto nos invaden cuando nos enteramos o padecemos un delito, sino haciendo el esfuerzo de contenerlas, conducirlas y racionalizarlas. Por eso es un problema cuando una campaña política se transforma en una carrera por sugerir soluciones o reacciones que en vez de moderar la reacción emocional espontánea que los delitos y los crímenes causan, simplemente tratan de reproducir a esta última, con el pretexto de empatizar con las emociones de la ciudadanía y ganarse así su favor a la hora del voto. En esto los políticos tienen una responsabilidad que podría ser llamada ética. En su sentido más profundo el obrar ético es la disposición a resistir los impulsos y los deseos empujados por nuestras emociones, para, reflexionando sobre ellas, domeñarlas y conducirlas. Nadie enseña a sus hijos a ser simplemente fieles a sus deseos o a sus emociones inmediatas: en vez de eso se les enseña a reflexionar sobre ellas y a la luz de esa reflexión decidir qué hacer. Nadie enseña a sus hijos a obedecer sin más sus emociones o sus miedos y nadie les aconseja dejarse orientar por ellos. Y si eso es así, ¿por qué entonces aplaudir a un político que se dedica a reproducir y hacer suyas las reacciones espontáneas de la gente? Un político, por supuesto, tiene que intentar satisfacer a la ciudadanía, oír sus demandas e intentar apagar sus temores; pero eso no significa que deba simplemente ser fiel a las reacciones espontáneas, puesto que, si todos se comportaran así, si todos simplemente se esforzaran por ser fieles al miedo o a esas otras emociones igualmente intensas que la ciudadanía experimenta, entonces a poco andar las instituciones -las reglas. los jueces imparciales. las autoridades racionales gracias a los cuales es posible la cooperación social y la libertad- comenzarán a parecer un estorbo, y las bases de una democracia liberal se estropearán muy rápidamente y el autoritarismo iliberal comenzará a parecer una ideología sensata y protectora y a su sombra comenzarán a campear, como ya se ha visto, el payaso, el demagogo y el matón.

 

1 comentario:

  1. Que grato leer a alguien que detalla de manera muy clara y elocuente la realidad por la que atraviesa el país. La destrucción sistemática de las instituciones junto a la ideología que ha secuestrado el poder judicial ,encubre la injusticia de manera que sirva a la justicia .

    ResponderEliminar