En una colectividad humana hay
personas que les toca en suerte cosechar en vida los frutos de su esfuerzo en
la circunstancia que les ha tocado vivir. Carlos Peña, rector de la Universidad
Diego Portales y columnista de El Mercurio, es uno de ellos. Hombre esforzado,
estudioso, poseedor de innegables talentos intelectuales, disfruta de un
prestigio y una posición social que muchos aspirarían tener. Esa calma y mesura
es muy atractiva para una burguesía acomodada y bastante perezosa intelectualmente
para discernir por sí misma. En ellos, los silogismos que urde el señor Peña
pasan a ser algo así como un oráculo.
Es él, como se estila reseñar,
una persona de izquierdas. En su vastísima bibliografía nos ha hecho
saber una perspectiva antropológica que representa a la izquierda moderada, de
ideología liberal, donde la sociedad liberal diversa, como él la nombra,
sería un ideal a conseguir.
Pero flaquea Peña en
honestidad intelectual. Y prueba de ello es su columna de 16/3/25 en el
diario El Mercurio.
Comprendo que en una breve
columna no puede dar completa y cabal razón de por qué estima que estamos
equivocados quienes propiciamos, mesurada y reflexivamente, la liberalización
de la tenencia de armas, la pena de muerte para crímenes atroces cada vez más
comunes, el control de fronteras que impida la masiva migración ilegal (que él
encierra bajo el epígrafe de zanjas), plazas carcelarias suficiente que le
permitan al Estado cumplir con su tarea de represión del delito (que él adjetiva
como cárceles gigantescas), el control y reclusión de todos los
extranjeros ilegales (que él define como definición de peligrosidad por
nacionalidad o raza), creación de centros de reclusión en vísperas de
repatriación a quienes hayan ingresado ilegalmente al País (que él encierra
bajo el epígrafe de campos de reclusión) y dotar a los guardias
municipales de armas para la obviamente necesaria, cooperación con Carabineros
en la función represiva del delito.
Señala el señor Peña, que
estaríamos viviendo en un país donde imperan los derechos individuales y
donde existen reglas más o menos imparciales y árbitros independientes y
serenos a la hora de aplicarlas. Es aquella una percepción que se puede
gozar desde el sancto sanctorum de una rectoría universitaria, pero resulta
público y notorio que aquello no existe en el País que se llama Chile. Tampoco
tienen el privilegio que él y sus lectores dominicales de El Mercurio
probablemente tienen, de disfrutar de bienes que hacen posible una
vida diversa y compartida y que, si no estuvieran, los echaríamos rápidamente
en falta. No. El 97% de los chilenos hace mucho rato que echan en falta
esos bienes. Particularmente aquellos que no viven en las comunas guetos donde
probablemente vive el rector Peña y sus lectores. Esos que en su columna
pareciera tildar de posesos de una emoción infantil e insustancial, en verdad tienen
miedo y angustia. Miedo que nace racional y reflexivamente. Angustia de que sus
hijos puedan retornar diariamente a casa sin haber sido víctimas de la
delincuencia. Son adultos que ponderan la realidad sin deseos – como él lo
hace- de que una idea prime sobre el crudo principio de realidad.
En efecto; es deshonestidad
intelectual no someter a escrutinio precisamente aquellas creencias, las suyas,
que vulneran el principio de realidad que han hecho por décadas una casta
académica que él lidera, que le ha dado la papilla en la boca a otra casta de
políticos inútiles, en un buen porcentaje corruptos, y a jueces prevaricadores.
Aquellas creencias que llevaron a cambiar el nombre de los tribunales de
represión penal por Juzgados de Garantía, donde el sujeto a proteger son
para nuestra desgracia, los delincuentes.
Es deshonestidad intelectual no
someter a escrutinio aquel hábito de diseñar ficticiamente una sociedad como
quien juega con trenes eléctricos que cuando se descarrilan, simplemente se
vuelven a poner en el riel. Una sociedad de derechos sin deberes y después
quejarse de la “anomia” -léase sentarse en los derechos del prójimo- como si
fuese un fenómeno sin causa.
Es deshonestidad intelectual no
poner en cuestión esa falsa moralidad que oculta una desordenada avidez por el
poder, que se manifiesta al condenar con un ojo tapado y bajo una falsa
historicidad, a los enemigos políticos tildándolos de violadores de derechos
humanos, sin jamás considerar y ponderar en qué circunstancias se
confrontaron para salvar la convivencia pacífica y civilizada.
Hoy lo descarrilado no es un tren
de juguete; es un tren de verdad. Toda una superestructura de engaños y
autoengaños superados por la realidad. ¡Calma, racionalidad, ponderación!,
clama el señor Peña a sus cómodos lectores, mientras el espacio público es
cooptado por los perversos.
Y lo que definitivamente es deshonestidad
intelectual, hacer uso del viejo hombre de paja para calificar de payasos,
demagogos y matones, a los líderes que mesurada y reflexivamente quieren
recuperar la convivencia y los espacios públicos perdidos para los ciudadanos
cumplidores de sus deberes.
Abril 2025
P.S. Dejo a pie de página su
artículo.[1]
[1] El peligro del miedo
(Carlos Peña). En la actual situación en Chile está ocurriendo algo
extremadamente peligroso. No se trata solo de los crímenes y los asaltos, sino
sobre todo de la actitud que se principia a generalizar frente a ellos. Los
políticos en competencia sospechan que, si el miedo se agudiza y se enseñorea, como
está ocurriendo, las personas estarán dispuestas a pagar cualquier precio para
acabar con él. Comienzan entonces las propuestas. Cada una tratando de estar a
la altura del temor y la inseguridad que siente la población. Y como para
apagar el miedo ningún precio parece demasiado alto, principia la desmesura y
se abandona la reflexión. Armas, pena de muerte, zanjas, cárceles gigantescas, identificación
del sujeto peligroso en base a la nacionalidad o a la etnia, campos de
reclusión, cuerpos armados municipales, principian a integrar las propuestas de
quienes aspiran a tomar las riendas del Estado. Se ha visto estos días a
propósito de los crímenes ocurridos en Graneros. Todo eso es, por supuesto,
comprensible; pero es muy peligroso. Y lo es porque las sociedades abiertas, allí donde imperan los derechos individuales y donde existen reglas más o
menos imparciales y árbitros independientes y serenos a la hora de aplicarlas, no descansan en las emociones de las personas, ni siquiera si se trata de emociones
tan poderosas como el miedo, sino que, por el contrario, se construyen luego de
un largo proceso de racionalización de esas emociones y de esos sentimientos
espontáneos, hasta conducirlos y transformarlos en arreglos que evitan sacrificar
los bienes que hacen posible una vida diversa y compartida y que, si no
estuvieran, los echaríamos rápidamente en falta. Si se comete un crimen, la reacción emocional
espontánea es la de castigar a quien se supone culpable; pero la razón indica
que es necesario averiguar primero si lo es y entregar esa decisión a un
tercero imparcial. Si alguien emite opiniones estúpidas o incómodas, la
reacción inmediata es hacerlo callar; pero la razón indica que es mejor oírlo
porque en la diversidad de opiniones, incluso las que parecen tontas pueden
ayudarnos a discernir mejor. Si alguien no tiene donde vivir, la reacción
emocional es permitirle que ocupe la propiedad ajena; pero la razón indica que
si hiciéramos eso la propiedad desaparecería y el resultado sería peor. Y así, Lo que se llaman instituciones (y que
hacen posible la cooperación y la vida compartida) no se construyen agitando
las emociones de las personas, esas que de pronto nos invaden cuando nos
enteramos o padecemos un delito, sino haciendo el esfuerzo de contenerlas, conducirlas
y racionalizarlas. Por eso es un problema cuando una campaña política se
transforma en una carrera por sugerir soluciones o reacciones que en vez de
moderar la reacción emocional espontánea que los delitos y los crímenes causan,
simplemente tratan de reproducir a esta última, con el pretexto de empatizar
con las emociones de la ciudadanía y ganarse así su favor a la hora del voto. En
esto los políticos tienen una responsabilidad que podría ser llamada ética. En
su sentido más profundo el obrar ético es la disposición a resistir los
impulsos y los deseos empujados por nuestras emociones, para, reflexionando
sobre ellas, domeñarlas y conducirlas. Nadie enseña a sus hijos a ser
simplemente fieles a sus deseos o a sus emociones inmediatas: en vez de eso se
les enseña a reflexionar sobre ellas y a la luz de esa reflexión decidir qué
hacer. Nadie enseña a sus hijos a obedecer sin más sus emociones o sus miedos y
nadie les aconseja dejarse orientar por ellos. Y si eso es así, ¿por qué
entonces aplaudir a un político que se dedica a reproducir y hacer suyas las
reacciones espontáneas de la gente? Un político, por supuesto, tiene que
intentar satisfacer a la ciudadanía, oír sus demandas e intentar apagar sus
temores; pero eso no significa que deba simplemente ser fiel a las reacciones
espontáneas, puesto que, si todos se comportaran así, si todos simplemente se
esforzaran por ser fieles al miedo o a esas otras emociones igualmente intensas
que la ciudadanía experimenta, entonces a poco andar las instituciones -las
reglas. los jueces imparciales. las autoridades racionales gracias a los cuales
es posible la cooperación social y la libertad- comenzarán a parecer un
estorbo, y las bases de una democracia liberal se estropearán muy rápidamente y
el autoritarismo iliberal comenzará a parecer una ideología sensata y
protectora y a su sombra comenzarán a campear, como ya se ha visto,
el payaso, el demagogo y el matón.
Que grato leer a alguien que detalla de manera muy clara y elocuente la realidad por la que atraviesa el país. La destrucción sistemática de las instituciones junto a la ideología que ha secuestrado el poder judicial ,encubre la injusticia de manera que sirva a la justicia .
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