CRITICA DEL LIBRO DEL PROFESOR CARLOS
PEÑA “LO QUE EL DINERO SÍ PUEDE COMPRAR”
LO BUENO
Mérito de don Carlos Peña es el -poco
habitual- esfuerzo de los eruditos en ciencias sociales criollos, por atraer a
los complejos tema abordado a la mayor cantidad posible de lectores -legos y
profanos-, ejercitando en la medida de sus posibilidades, aquella gentileza exigida por Ortega a los
filósofos, cual es la claridad. Su
vocación de profesor y maestro diría yo, es lo más destacable. Así también, la
ordenada formulación del problema, condición de posibilidad de que un problema
sea resuelto o al menos clarificado. El esfuerzo de revelarnos en su obra,
muchas fuentes para mí desconocidas y otras que pasé por arriba en mis lecturas
universitarias y que a consecuencia de su obra comienzo a valorar; es un enorme
aporte que se agradece, para quien como el suscrito, anda por ahí revolviendo
letras para encontrar claridad en este laberinto obscuro que es la modernidad y
sus fenómenos. Se agradece sinceramente. Doble merito y aporte, para quien lo
hace desde la perspectiva de este minúsculo rincón del mundo que es Chile,
donde la creatividad intelectual es escasa.
LO MALO
Su dualidad de profesor a la vez que líder
de opinión, provoca una tensión, y a veces abierta contradicción, entre traer claridad sobre un fenómeno, con formar opinión sobre ese mismo fenómeno.
Entrelazados en silogismos bien urdidos el autor vierte opiniones
manifiestamente equívocas de ciertos fenómenos, que hacen perder peso a sus conclusiones.
Solo me refiero con lo anterior, a algunos episodios del libro, cuando sus
subjetividades hacen manifiestamente poco plausibles sus conclusiones. Lo mejor
de su tarea, es dejar formulado el problema para que el lector agudice su
atención en la búsqueda de las respuestas. No es que crea que el autor sea un vendedor de pomadas, pero a veces su
naturaleza de líder de opinión lo traiciona.
Otro ripio a mi juicio son las formas
verbales usadas para referirse a la bibliografía y transformar perspectivas
sobre una realidad en criterios de autoridad: donde el autor dice
evangélicamente “nos enseña fulano”; debe decir; “opina fulano”. Donde dice “la ciencia
social nos revela”, debe decir “ciertos analistas dicen”. En fin. Quizá soy demasiado
celoso de mi independencia intelectual, pero creo que a menudo el autor es algo
jesuítico para referirse a temáticas
muy discutibles.
MI CRITICA
En general el libro discurre por un
carril ordenado, dando cuenta el autor, especialmente por las fuentes citadas,
su pertenencia a una corriente intelectual y filosófica que es la que me
apresto a refutar: el racionalismo. Y su consecuencia – a mi juicio- la inaptitud
de la obra y de dicho método para traer genuina claridad sobre los fenómenos
que aborda. Me explico:
El idioma y sus palabras son
representaciones de la realidad y no la realidad misma. Aquello es obvio. El
que busca traer claridad sobre los fenómenos debe empeñarse por usar palabras
que encierren una realidad concreta y no muchas, a veces contradictorias entre
sí. Todo ello a objeto que esa representación ponga, urbi et orbi, claridad
sobre de que estamos hablando. Lo que
digo parece trivial, pero para cualquiera que ejerce la lectura crítica,
analítica y escéptica de filosofía o ciencias sociales sabe que no lo es. En
esta obra hay una palabra que Peña deja – creo yo deliberadamente- en un ámbito
vagaroso e impreciso. Es la palabra mercado.
¿Por qué digo que deliberadamente? No
se entienda que lo acuso de ser un timador intelectual. Esta imprecisión en que
incurre el autor es una constante entre los racionalistas que se encuentran
forzados a encerrar la realidad en un modelo o idea, previamente
conceptualizados. Vulgarmente se podría decir: un prejuicio. Pero es mucho más
complejo que un mero prejuicio.
Hay un breve, pero a mi juicio
sustancioso estudio de José Ortega y Gasset, que se denomina “Ni Vitalismo ni Racionalismo”[1].
En él, Ortega conceptualiza su crítica al racionalismo que cruza toda su
obra. Partidario él de la razón como método, y del concepto como tabla a que
aferrarse para todo aquel que quiera traer claridad sobre los fenómenos y
circunstancias que rodean al hombre; reconoce paradojalmente en el racionalismo
su gran enemigo. Dice Ortega que lo
real es contingente (me refiero a lo que nuestro pobre entendimiento humano
puede percibir racionalmente); lo
contingente encierra un número infinito de razones. El supuesto arbitrario que caracteriza al racionalismo es creer
que las cosas -reales o ideales- se comportan como nuestras ideas. Esta es la
gran confusión y la gran frivolidad de todo racionalismo[2].
Aquella vieja creencia racionalista
que, para traer claridad sobre un fenómeno social hay que ampararse en un
modelo desde el cual pensarlo, trae por consecuencia necesaria, que las
palabras y los conceptos, deben ser forzadas a reflejar lo que el modelo dice
que son.
Para ilustrar esta
conducta permanente del racionalismo, me refiero a uno de sus excelsos
cultores, quien edificara un enorme edificio ideológico amparándose en
conceptos equívocos: Carlos Marx. Uno de esos conceptos por vía de ejemplo es proletariado. Marx reflejó en esta
palabra una realidad concreta: un grupo social de desheredados de la Inglaterra
proto industrial del siglo XIX que tenía condiciones y circunstancias muy
precisas. Seguidamente edifica una idea sobre el comportamiento social y relaciones
de poder en la sociedad humana que ve nacer ese grupo desheredado (la sociedad
industrial inglesa de entonces). A continuación, construye una ideología donde grosso
modo se concluye que la sociedad humana, desde siempre se ha conducido conforme
a esa dinámica. Entonces, por la vía de la reducción, proletariado pasa a significar, cualquier tipo de desheredados en
cualquier tipo de sociedad en cualquier estado del devenir humano previo a la
entronización del régimen comunista que él propicia, tengan algo o nada en
común con aquel grupo
social de la Inglaterra del siglo XIX
Vamos a nuestro autor: ¿Qué
es, el mercado? Pues un complejo
conjunto de fenómenos sociales. Pero el autor lo trata como una idea univoca
respecto de la cual, todos debiésemos estar perfectamente claros respecto su
realidad ontológica. Cual ídolo que adorarían todos sus “partidarios” o puchimbol
sobre el cual puedan golpear sus detractores. Ello en víspera de aproximarse a
sus conclusiones o formulaciones respecto del problema. No es meramente una
simplificación o error circunstancial. Es el clásico vicio intelectual que se
encuentra en la raíz del racionalismo, y que forma parte de su método.
Entiéndaseme que esta
crítica a la metodología racionalista del autor, no reduce el valor de la aguda
tesis central: la modernidad como cambio cualitativo de valoraciones sociales,
trae sobre los fenómenos que la hacen posible (la intensificación de los
intercambios comerciales que conocemos como sociedad de consumo es una de ellas)
un sentimiento ambivalente de amor-odio. La crítica a la sociedad de consumo
entonces resulta, como acredita el autor, particularmente equívoca y
ambivalente. Fundada implícitamente en una idealización arcádica de la sociedad
pretérita, acompañada de una devoción por las consecuencias visibles de la
sociedad capitalista actual.
Lo que nos queda
debiendo el autor es cumplir la misión de todo filósofo o del analista social
de rango superior: explicar y traer claridad sobre aquella ambivalencia y, lo
más difícil, los cursos de acción para superarla. Y la razón de esa deuda
radica, a mi juicio, en el método preferido por el autor para aproximarse a la
realidad: el racionalismo.
¿Es demasiado lo que
pido? ¿Es esta pretensión ambicionada por el autor? Desde luego, nadie dijo que
era fácil llegar a conclusiones evidentes en un fenómeno (o conjunto de fenómenos)
tan complejo dominado por la mutación y el cambio, y menos urdir cursos de
acción para superarlos.
Diciembre 2017