La batalla primordial de la
conciencia humana es vencer al tiempo. Esta extraña entidad que es causa del devenir
de las cosas, del mundo y de nuestra conciencia. El tiempo nos azora porque nos
somete a una verdad indeseada: la certeza de nuestra finitud. La poetisa Fernán
Caballero nos lo recuerda: Desde
el día que nacemos/ A la muerte caminamos/ No hay cosa
que más se olvide/ Y que más cierta tengamos. El tiempo nos somete a la
radical evidencia que nuestro futuro es incierto salvo nuestra finitud. ¿Cuál
es el mecanismo que usamos para vencer el tiempo y su consecuencia que es esta
incerteza radical? Nuestra inteligencia. Leer dentro de las cosas para extraer
sus verdades y de esa manera, en un mar de incertezas, mantenernos a flote.
Es así como en la historia humana nace la fe en Dios padre
todopoderoso creador y sostén del cosmos. La complejidad del mundo, su manifiesto
y perfecto orden, racionalmente nos permite concebir en nuestra conciencia que
existe un creador, un motor inmóvil que con sus poleas hace girar el tiempo y
el espacio con su variedad de cosas y creaturas. Dios, contra lo que sostiene
la perspectiva inmanente, es racional. Es una idea plausible. Nos explica desde
fuera del tiempo y del espacio, por qué existe el tiempo y el espacio.
Pero lo que no nos ofrece de manera unívoca la idea de Dios,
es la explicación y el remedio para el sufrimiento. Esta otra realidad radical
humana. Las doctrinas ascéticas nos proponen suprimir el deseo para derrotar el
sufrimiento; pero como para la mayoría de los seres humanos vivir es desear, aquello
no parece plausible, al menos para esa mayoría. Radicalizando la idea ascética,
la muerte -la suprema entropía- sería la solución. Pero los seres en general y
el hombre en particular con la mochila de su conciencia, desean vivir y luchan
por sostener y mantenerse vivos; y ante esa imposibilidad luchan por perpetuar
su especie, y de esta forma en cierta medida vencer el tiempo. Pero el hombre y las creaturas vivas no
solamente desean vivir. También desean vivir bien. Desean el bienestar. Desean vencer
el sufrimiento.
Y es así como nace la fe en el progreso. Porque la idea del
progreso como la idea de Dios no son ideas que podamos comprobar empíricamente.
Dios y el progreso son creencias basales desde donde construimos nuestra
representación del mundo. Representan la una, el mecanismo para vencer nuestra
finitud, la otra el mecanismo para vencer el sufrimiento.
Desde hace tres siglos en occidente existe un colosal error
que sostiene un conflicto por el cual los hombres discuten, se enfrentan y a
veces guerrean y se matan por miles y por millones: El error consiste que la
creencia en Dios y en el progreso se oponen la una a la otra y deben suprimirse
mutuamente. El conflicto es artificial
porque ambas creencias han surgido en la conciencia humana para vencer dos
realidades radicales diferentes. La una a la muerte; la otra al sufrimiento.
Jorge Millas, uno de los cerebros más preclaros que ha
parido nuestra nación, urdidor de ideas filosóficas luminosas, ofrece una explicación
decepcionante para su elevado nivel intelectual, casi infantil, para explicar
su ateísmo: la imposibilidad de Dios para vencer el sufrimiento humano. Es la
rabieta del niño que se rebela contra su padre porque su padre no le compra un
helado. El anti - progresismo de la Iglesia católica ventilado por los
pontífices del siglo diecinueve, hoy nos parecen de una puerilidad absurda:
suprimir el desarrollo de la ciencia para no perjudicar la fe en Dios.
Pero este fanatismo y falta de eclecticismo no es parte del
pasado; se mantiene hasta hoy y sostiene un conflicto que ha llevado al
progresismo radical a pretender activamente desalojar de la conciencia humana a
Dios, reemplazándole con ideas absurdas insostenibles racionalmente.
Hoy, los progresistas fanáticos obtusos e intolerantes se
han impuesto. Detentan el poder del mundo y lo usan para mantener arrinconados
a quienes vemos el mundo a través de la fe en Dios padre todopoderoso
sostenedor de un orden que trasciende la existencia humana. Uno de sus apóstoles
Yuval Noah Arari, escritor(cillo) superventas, artificialmente inflado por los
poderes progresistas del mundo, sostiene que el hombre ya ha desalojado a Dios.
El es homosexual; ha superado según él la dualidad sexual. El superhombre que viene
según él, será como un pollo broiler supersofisticado ordenado en sus conductas
por la ciencia que controlará su código genético para hacer al hombre inmortal,
asexuado y carente de sufrimientos. Este milenarista, de un plumazo eliminó, el
tiempo, el espacio, la muerte y el sufrimiento.
Fanáticos milenaristas delirantes han existido siempre. Lo
que sorprende es que quienes detentan el poder mundial ofrezcan cobertura a
ideas tan completamente absurdas. La sola circunstancia que Arari sea
superventas de sus libros escritos en serie, y un hierofante en todos los foros
sobre el devenir del mundo, habla de un colapso de la inteligencia. Un
individuo carente de formación filosófica, histórica y científica elemental es
hoy un referente “académico”. El positivismo científico, aquella doctrina que
puso orejeras a la ciencia para que tuviese una visión unívoca y tildó de
absurda la observación trascendental; es la madre de estos fanatismos.
Pero vaya paradoja; la ciencia positiva ha derivado en la
ciencia teórica que a través de observaciones empíricas ha desarrollado
extensas inferencias racionales y matemáticas para llegar a conclusiones que
son demoledoras para los progresistas fanáticos:
-
La
materia en sí no existe; todos son órdenes atómicos, moleculares, articuladores
de sistemas orgánicos complejos; y lo más azorante: no responden necesariamente
a comportamiento predecibles sino aleatorios. ¿son explicables únicamente a
través de la teoría darwiniana? Definitivamente no.
-
El
cosmos no responde a lógicas mecánicas, el espacio y el tiempo son entidades
relativas; el universo se expande ¿gracias a qué? algo llamado energía obscura
(comodín de naipe) sin respeto por la entropía que nos señalaba que la energía
se disipaba hasta su extinción. Lo que mantiene unidos a los órdenes estelares
no son los presupuestos de la llamada “ley” de gravitación (que no es
universal). Existiría algo llamado (comodín de naipe) materia obscura que
permite que todo siga funcionando.
La promesa del progresismo radical del siglo diecisiete que
el hombre científico finalmente llegaría a conocer el universo por
concatenación de causas con efectos, se ha desplomado. Por cada descubrimiento
científico se infieren más y mayores complejidades de la realidad. La ciencia simplemente
no es capaz de explicarnos el tiempo, el espacio, el cosmos ni las razones radicales
de los órdenes orgánicos.
Urge reducir la idea del progreso a la función que tuvo en
sus orígenes: buscar los medios para mitigar el sufrimiento humano. No sirve la
ciencia positiva para ofrecernos explicaciones trascendentales. Urge en el
mundo una perspectiva ecléctica que ponga en su lugar a los vendedores de pomadas.
Urge que el poder político se alinee con la verdadera ciencia moderna y
recupere una visión ecléctica.
Mayo de 2022
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