miércoles, 24 de abril de 2024

LA ELITE, PERDIDOS EN EL ESPACIO. Y EL PUEBLO, CUNCTA FESSA

 


Los que cruzamos el umbral de los 65, nos deleitábamos de niños con una serie cómica de televisión que se llamaba, Perdidos en el Espacio. Una familia típica norteamericana había sido enviada a la exploración de las galaxias siderales, perdiendo la ruta. Y en la nave se había infiltrado un espía villano que hablaba con acento de Europa del Este, traidor, artero y cobarde, que no conseguía consumar sus bellaquerías, gracias a un prudente y sabio robot que desfacía los entuertos provocados por el siniestro Míster Smith.

Solo el título de la serie sirve para describir con exacta nitidez a nuestra elite que controla el poder del Estado de Chile. No su comicidad, porque nuestra situación nacional es más bien trágica.

El extravío de la clase política, judicial, policial, militar y comunicacional, es total y absoluto respecto de la realidad que los circunda. Esa élite, disfruta de un bienestar, comodidad, lujo, desahogo y holgura económica, que los mantiene asépticos y los induce a perseverar en una estructura ideológica y en una interpretación de la realidad social, que se encuentra completa y totalmente divorciada de la experiencia práctica de la casi totalidad de los chilenos, (exceptuados los habitantes de guetos de prosperidad extrema, que son los barrios más pudientes del país). No solo están perdidos en el espacio, como los personajes de la serial; es qué también lo están en el tiempo. Si el okupa de La Moneda, Boric, tuviese la sagacidad del siniestro Smith, podríamos considerarlo el malo de la película, pero sucede que nuestro seudo revolucionario, carece de la inteligencia mínima para calificar de villano.

Roma, en su mayor estado de apogeo económico sufrió la implosión (estallido hacia el interior) de su estructura política, desde que Julio César cruzara el Rubicón en el 49 AC. Guerras civiles, cuartelazos, demagogos, oligarcas ambiciosos, abogados elocuentes; todo se confabuló para generar un estado de ánimo que el historiador Tácito describió para explicar, lo que hizo posible que un mozalbete, armado solo de una prudencia muy elemental, como Octavio Augusto, fuese capaz de causar el desmoronamiento de un sistema político -la república- que había regido por centurias. La historiografía lo ha explicado con las dos palabras que refiero en el título: Cuncta Fessa; Todos hartos, todos cansados. Todos chatos. ¿Quién? el pueblo; ¿de quién? de las élites. En alguna medida, nos posee ese estado de ánimo de los romanos del siglo primero.

Digo, en alguna medida, porque es evidente que hay una especie de letargia moral que induce a estimar normales y aceptables, la delincuencia, la represión judicial a Carabineros de Chile por el cumplir con su deber policial, la prisión de ancianos en Punta Peuco, la mayoría completamente inocentes de los delitos que se les imputan. si es que existen esos delitos; la falta de reacción, que es el aspecto más peligroso de nuestra circunstancia contingente.

¿Tiene que degradarse más aun la institucionalidad y la convivencia para que la población reaccione? ¿o es que a diferencia del año 24 AC en Roma, el pueblo es más pasivo y bastará un relator populista y demagógico para que lo sigan como los ratones al flautista de Hamelin?

El episodio de la pandemia y de las vacunas induce a pensar que las masas son hoy como perritos del circo a los que se puede condicionar facilmente que salten por las argollas. La molicie que provoca el satosfactorio nivel de vida y subsistencia para la mayoría, algo tiene que ver. 

Dios quiera que alguna circunstancia terrena o divina ilumine los corazones de Chile y reaccionemos a las monstruosidades que he relacionado.

Abril de 2024

 

lunes, 4 de marzo de 2024

ALGUNOS ASPECTOS DEL LIBRO DE JORGE PEÑA VIAL; “LA CONJUNCION: UNA CLAVE ANTROPOLÓGICA”. “Unidualidad de la condición humana”

 

Don Jorge Peña Vial ha de ser en nuestro país, una de las más excelsas inteligencias humanistas, no solo por la enseñanza de una vastísima bibliografía de autores modernos y clásicos, sino por aportar él mismo, tesis y síntesis que agregan valor a la tradición académica. Con su libro, según el autor refiere en su prólogo, ha querido reunir el compendio de más de tres décadas enseñando Antropología Filosófica. Más de 600 páginas que, a pesar de la viscosidad de los temas abordados, se leen de forma ardua, pero amena y comprensible para el lector ordinario no especialista. Cita autores interesantísimos, que están ordinariamente fuera del radar del mainstreem académico global, que hoy, bien podría compararse con los celadores de la Inquisición, por su imperativa tendencia a la clausura, de los que no acaten las verdades oficiales.

Había intitulado estas letras pretendiendo una crítica global a la obra. Pero al avanzar comprendí que era un exceso, porque el libro contiene muchos temas, de modo que solo me resumo a una fracción de la obra, basta e íntegramente interesante y provocadora.

El autor se fija una tarea: derrotar la diáspora de conocimientos que padece la academia en particular y la ciencia en general, debido a la super especialización, un fenómeno evidentemente perverso del racionalismo tardío de nuestra época, que nos aproxima peligrosamente a un primitivismo y masificación de las élites intelectuales, económicas y gobernantes. Para hacerlo, desempolva la palabra conjunción, en relativo desuso, pero atinente a lo que el autor pretende: sintetizar las conclusiones de las especialidades de las ciencias de variada índole.

Siguiendo el anhelo ya expresado en el siglo anterior por Husserl, por Ortega, por Juan Pablo II y por tantos otros, propone Peña repotenciar a la Universidad como institución que provoque esta síntesis, que cierre los múltiples dilemas morales que el avance de la ciencia ha enfrentado los últimos casi cien años: límites de la ingeniería militar, energía atómica, bio ética etc. La propuesta adolece a mi juicio de realismo, toda vez que, la Universidad hoy por hoy, es parte del vicio crematístico que inunda a la sociedad toda. En efecto, son las universidades contemporáneas en Chile y el mundo, más bien terminales del poder crematístico, donde solo interesa imponer relatos, verdades, preferencias, visiones del mundo etc. no por amor a la verdad, sino como piezas y partes de maquinas políticas y económicas. Pero es el autor un académico universitario y el peso de la nostalgia por lo “que no fue”, tiñe su juicio.

La conjunción propuesta por el autor, se construye en supuestos basales: una dignidad consubstancial al ser humano, y una finalidad de la vida humana, en base a una teleología aristotélico tomista[1]. No obstante que, para quienes ponemos en cuestión ambos supuestos -sin negarlos a priori- el tejido lógico por el que discurre el autor, permite ordenar e incrementar apreciaciones sobre la realidad.

No es Peña un teólogo que habla de filosofía. Es un filósofo que, como todo hijo de mujer, funda sus ideas en creencias basales que están más allá de la experiencia. Digo esto tan trivial porque el positivismo racionalista y kantiano ha querido por más de dos siglos imponer el dogma de la pureza del conocimiento racionalista, sin premisas a priori, y la tendencia a descartar quienes revelan explícitamente esas premisas, supuesto radicalmente falaz ya que toda ciencia se sienta en una creencia.

Volviendo a la propuesta de la conjunción, el autor refiérela a la dualidad cultura-naturaleza. Podría traducirse desde una perspectiva más amplia en el viejo dilema filosófico entre sujeto-objeto del conocimiento. Y es aquí donde, a mí juicio, se percibe la ausencia de una llave maestra que permita salir del laberinto y seguir, como la mosca que golpea el cristal, batallando en una aporía sin fin.

Digo esto porque al hombre moderno, lo que nos circunda de modo omnipresente y esculpe nuestra vida, dentro de otras circunstancias, es la técnica. Me refiero a técnica en un sentido amplísimo, como toda creación histórica humana que abarca desde el idioma y la escritura hasta la mal llamada inteligencia artificial. Cosas que nos formatean radicalmente como entes. Surge entonces la pregunta ¿es la técnica parte de la cultura o de la naturaleza humana? El autor no formula este dilema. Y cabe preguntarse por qué no lo hace. ¿Por qué pone en cuestión su premisa teleológica? ¿Por qué le parece un dilema trivial y da por supuesto que la técnica es parte de la cultura?

A mi juicio, arroja alguna mayor claridad sobre este dilema cultura-naturaleza, la perspectiva epistemológica de pensar el mundo a través de la tríada, sujeto-objeto-circunstancia. Las circunstancias más enormes para la vida humana son el espacio y el tiempo. Desde tal perspectiva concebir entes (Dios y la conciencia humana) en ausencia de espacio y de tiempo es legítimo y útil especulación metafísica. Ahora bien, sustrayendo ambas circunstancias (espacio y tiempo), la teleología es problemática, por cuanto no habiendo espacio-tiempo, no hay finalidad posible, porque toda finalidad importa un principio y ambos conceptos se relacionan con el tiempo que está amarrado a los entes inmanentes. Cualquier concepto que tengamos de Dios, deberíamos concluir que es una entidad que no tiene tiempo ni espacio; y, si concebimos la vida de la conciencia humana después de la muerte, aquella tampoco lo tiene. Deseo, finalidad, tránsito; son conceptos válidos en categorías temporales y espaciales.

Es relevante cuestionarse aquello, porque a mi juicio la teleología introduce en filosofía una frontera difusa entre la ontología y la ética; esto es, entre lo que el mundo es y lo que la conducta humana debe hacer para que el mundo sea lo que debe ser. Porque si “todo tiende a su perfección” ¿Cuál sería el sentido del quehacer humano? Bastaría dejarse llevar por esta tendencia virtuosa y alcanzaríamos aquel desiderátum. En alguna teología contemporánea jesuítica, esto -que parece aberrante- se ha formulado como plausible. Un especie de doctrina hippie[2], que por cierto no comparte el autor.

Y lo dicho en el párrafo anterior se relaciona con otra premisa problemática del autor: la dignidad ontológica intrínseca de la persona humana, según él, como aporte histórico de la revelación del Verbo Cristiano. La palabra dignidad tiene una etimología latina y viene significando, merecedor de. A mi juicio la dignidad humana es un aporte histórico de la revelación, pero ético; no ontológico. La dignidad humana se adquiere. Es un imperativo relacional. Me explico: ¿La pecadora que es llevada a la presencia de Jesús para que Él dictamine si merece o no la lapidación, es digna o indigna? El mensaje de Jesús dibujando en el suelo, no está dirigido a la pecadora. Jesús oblicuamente les hace saber a sus acusadores, no que ella es digna, sino que es tan indigna como quienes la juzgan. La dignidad humana, es el resultado -una conquista- del obrar humano y no del toque de una varita mágica divina que le confiere a la creatura per se.

La cuestión se plantea a propósito del aborto. Algunos defensores antiaborto fundan su posición en la dignidad per se del nonato.  A mi juicio, el aborto es un crimen y un pecado, no porque la criatura sea digna, si no porque, proteger la vida de un nonato es un imperativo para hacerse merecedor de la dignidad humana de quienes están en la potestad de quitarle la vida. Con el equívoco de impugnar el aborto en la dignidad del nonato, quienes cometen aborto, estarían en la misma condición del soldado que mata en batalla al enemigo, lo que resulta aberrante. La frágil moralina de los derechos humanos está contaminada por esta confusión. El laissez faire moral hoy en boga, donde cualquier conducta es lícita porque es el fruto de mi conciencia, se basa en este error de la dignidad intrínseca del ser humano.

Es muy lúcida a mi juicio, la crítica del autor a la llamada por la doctrina liberal roussoniana y kantiana, de la autonomía de la voluntad como fundamento de la libertad, cuando los ilustrados dicen que, solo es libre aquel que obedece las leyes que el mismo se ha dado. Igualmente, lúcida es aquella definición de calidad moral de la persona como, su disposición para rebasar la propia centralidad, poner en paréntesis sus propios intereses y no concebir todo lo que le rodea exclusivamente como medio para su propia realización o conservación. Aquello representa un batatazo en las rodillas al credo liberal, y es la radical condición de posibilidad, de la humanidad del hombre.

Sobre la concepción teleológica, citando a Alejandro Llanos, sostiene que no es una teoría para proporcionar explicaciones físicas concretas, según la cual la realidad es inteligible y está dotada de sentido, aunque no siempre sepamos concretamente en qué consiste esa naturaleza que confiere a cada cosa su fin. Robert Spaemann, sostuvo qué: si el ser humano desteleologiza completamente el mundo, entonces se cumple lo que dijo Pascal acerca del silencio de los espacios infinitos, que aterra profundamente al hombre: Se ve a sí mismo como un solitario vagabundo en un universo sin sentido. De ambas frases se desprende que, la teleología sería un deseo para darle un sentido a la realidad, lo que es una honesta confesión de aquel principio epistemológico postulado por Ortega en virtud del cual, el deseo es el fundamento de toda teoría.

Citando al mismo Spaemann, el autor señala que, el extravío de la ciencia moderna provendría de la desteleologización de las concepciones de la naturaleza. El hombre habría inventado artilugios técnicos que han sido capaces de tronchar su naturaleza humana (en lo que coincido absolutamente) debido a un extravío de la idea de sentido de finalidad del mundo. Esta genealogía de la comprensión del mundo, donde el hombre tuvo una comprensión de la obra de Dios que luego perdió, me parece algo naif. La experiencia nos indica que la naturaleza humana ha sido la misma a través de la historia, y lo que hace, es porque puede hacerlo. Así como el gato se acicala el cuerpo entero con su lengua, el hombre hace lo que es capaz de hacer. Eso determina a mi juicio, que la batalla por el recto proceder, es decir la ética, es un dilema eterno en el ser humano. La perspectiva que el autor hace de R. Spaemann, tiene algo de ucrónico[3].

Propongo alguna idea para salir de esta aporía: A mi juicio, la creación de Dios tiene complejidades y dimensiones que, el enanismo intelectual de la ilustración y del positivismo, pretendieron reducir a una envergadura de causas y efectos comprensibles y controlables. El hombre no entiende las cosas, porque piense en ellas. El proceso epistemológico es más complejo que aquello: el hombre capta el mundo, desea transformarlo, luego piensa como fundamentar esa transformación y finalmente genera un relato abarcativo de la realidad tal como la desea. Tomando prestado un concepto de la física, los ordenes de magnitud de la realidad son tales, que resultan inabarcables para la inteligencia humana. La ciencia no es más que un fragmento ínfimo de inferencias y relaciones causales sobre esa realidad.  No hay tal edad aurea en que el hombre comprendía el mundo y luego, porque surgió la ilustración, dejó de hacerlo.

La referencia de Spaemann a Pascal representa un reconocimiento que en las weltanschauung o cosmovisiones (dentro de las cuales está la teleología aristotélico-tomista) flota un deseo de no encarar el terror vacui provocado por el silencio de los espacios infinitos Pascaliano. El idioma es una herramienta para ubicarse en el mundo, pero una herramienta imperfecta, y las referencias de la teleología de que el mundo tiende, al bien, a la belleza y a la verdad, a mi juicio, nos deja donde mismo. Mejor resistir el terror vacui y descansar en la perfección presente de la obra y creación (permanente como se dirá) de Dios.

El autor describe la creación, como una noción no solo religiosa, sino metafísica. Respecto de la hipótesis del big bang, sostiene que la creación es algo mucho más profundo que un hecho circunscrito como lo sería aquel evento. Es el origen, no el comienzo; y condiciona la estable y eterna dependencia de las criaturas respecto su hacedor. Trae a colación la abrumadora evidencia de la puerilidad del evolucionismo radical. Tampoco es la creación un golpe de taco a una bola de billar. Según el autor, la creación es contemporánea con todas las fases del proceso evolutivo. En otras palabras, el creador está permanentemente creando el mundo, idea que me parece a mí esclarecedora y luminosa para encarar una crítica efectiva a la técnica moderna.

Me explico: ordinariamente, en filosofía de la ciencia, se habla del principio de responsabilidad para referirse críticamente a invenciones que manifiestan un peligro demasiado evidente, tal como la energía atómica. Pero cuando se concibe la creación como un proceso permanente, se debe cautelar que ella siga su curso, y prevenir que cualquier artilugio humano la altere. Cuando el hombre inventa normas, procesos, cosas; que potencialmente alteran la naturaleza humana, se deben ponderar prudentemente todos sus efectos. Porque los efectos pueden ser, y de hecho han sido algunos, devastadores.

Y no me refiero solo a grandes inventos tecnológicos. Ivan Ilich, antropólogo social hacía ver el efecto devastador que sobre los escolares tenía la presencia de un guardia que les indicaba a los escolares cuando cruzar la calle y cuando no hacerlo. Aquello era potencialmente capaz de generar monstruos carentes de toda responsabilidad social y personal[4]. ¿No es acaso la omnipresente anomia contemporánea el fenómeno más devastador de la sociedad de masas? Con mayor razón cabe preguntarse pues, ¿Cuántos y cuáles son los efectos negativos de la píldora anticonceptiva, del automóvil moderno, del smartphone etc.? Muy probablemente se levantarían airadas voces para rechazar hasta la pregunta, por quienes estiman que los cambios se legitiman conforme a la ley de la oferta y la demanda.  Pero el dedo no tapa el sol, y los efectos de cada uno de esos artilugios están ahí, reformateando la naturaleza humana; a veces mejorándola, a veces deteriorándola. Estas preguntas, que son tan antiguas como el hombre, el progresismo moral y tecnológico las invisibiliza bajo la premisa que todo cambio es progreso y todo progreso es bueno.

Masticar intelectualmente este aspecto de la conjunción propuesta por el autor, no solo es muy importante para no errar en el futuro, sino también para salir del brete en que el progresismo nos tiene prisioneros.

Marzo 2024



[1] El concepto teleología tiene variado género de acepciones y es polémico. En el concepto tomista sería la ciencia del fin de las cosas del mundo atendida la verdades aportadas por la revelación divina.

[2] En la película de “El Rey Leon” el jabalí y la suricata representan este ideal: Hakuna Matata.

[3] Reconstrucción de la historia sobre datos hipotéticos.

[4] La sociedad desescolarizada; Iván Ilich

martes, 23 de enero de 2024

EL DHARMA, EL KARMA, LA ACCOUNTABILITY EN LA REALIDAD CONTEMPORANEA

 

El cruce de culturas que nos abre la información que circula por la red -esta magnífica biblioteca disponible a quien posea un dispositivo conectado-, permite relacionar conceptos provenientes de muy diverso origen, en el afán de comprender la realidad contingente. Intitulo estas letras con tres palabras, dos de ellas provenientes de la cultura ancestral védica[1] y una de ellas de la cultura anglosajona y más concretamente norteamericana. Las tres palabras son difícilmente clasificables en categorías gramáticas de sustantivo-adjetivo-adverbio.

La palabra Dharma es de origen sánscrito, el idioma primitivo ancestral de la India remota. Puede entenderse como una realidad ontológica: el orden universal; o una realidad ética, que nos impone un deber de rectitud conforme a aquel orden universal. Así, el dharma sería la misión individual que tenemos en nuestras vidas que permita que el mundo mantenga el correcto orden y balance.

El karma es también una palabra proveniente del sánscrito y de la tradición védica. Aplicada a la vida humana social e individual representa un principio causal en virtud del cual, todo fenómeno y específicamente, toda conducta, tiene consecuencias. Toda acción impone una reacción. Nuestras conductas verbales, físicas y mentales son la causa de nuestras experiencias, independiente de nuestros deseos o nuestras representaciones mentales ilusorias.

Accontability es una palabra inglesa que es usada para reflejar aquella magnífica ética práctica norteamericana que prescribe, que todo individuo debe rendir cuentas, ante sí mismo y ante la sociedad, por sus conductas personales y, por ende, de la consecuencia que ellas tienen en sí mismo y en la comunidad. Una ética de la responsabilidad, desafortunadamente poco habitual en nuestra ética latina o mediterránea, originada en el paternalismo jesuítico que prescribe obedecer los preceptos de la autoridad y descansar en la providencia divina. También, desafortunadamente en Estados Unidos y en el mundo occidental de raiz protestante, este concepto está bastante olvidado.

El materialismo dialéctico, doctrina que inspira las obras de Hegel, Marx, Engel, Gramsci, Sartre y Foucauld, (por nombrar los más importantes) representa un contrapunto a estos conceptos cuando postula que la historia discurriría en una eterna dialéctica donde ideas y expresiones de la cultura contradictorias y conflictivas entre sí, encontrarían bajo el influjo de una especie de ley universal, una síntesis que daría a su vez lugar a contradicciones y así continuaría este ciclo eternamente dialéctico. Digo que representa un contrapunto porque conforme a esta especie ley universal, la conducta de cada individuo en nada influiría en el devenir dialéctico de la historia. Las voluntades individuales serían conforme a tal doctrina como hojas secas en un curso de agua, gobernadas por fuerzas que les trascienden y las superan. Además, en el caso del materialismo dialéctico, esta fatalidad importaría una relación conflictiva entre opresores y oprimidos. Idea que nace de una emoción, ya percibida en el libro de El Génesis, que identificó tal sentimiento en la persona de Caín, el homicida ancestral; alguien que no soy yo, es el culpable de mis frustraciones y fracasos mundanos. Aquello induce a una actitud y conducta de impotencia ética. De nada sirve mejorar el mundo desde el cultivo de las virtudes personales, cuando el mundo se mueve con una dinámica que soy impotente para detener o rencauzar.  

Este prisma dialéctico-victimista, en nuestra cultura mediterránea, ha caído en tierra fértil dada nuestra idiosincrasia permeada por los conceptos de pecado/penitencia y perdón/redención. Es evidente que aquellos conceptos religiosos en el pasado, e ideológicos en nuestro tiempo, no estimulan la ética de la responsabilidad. La cultura nor europea permeada por la reforma, al identificar la salvación como una tarea individual, ha resistido de mejor manera la contaminación de la cultura tradicional por esta doctrina victimista. Desafortunadamente hoy en gran medida esa ética que describe Max Weber[2] se ha diluido en victimismos de nuevo cuño, como lo es la ideología de género desarrollada en Los Estados Unidos especialmente.

Vivimos un extravío crónico por cuanto la elite formal e informal, la élite política, religiosa, económica y judicial y la gran mayoría de la masa del pueblo, no tienen conciencia de la existencia de un Dharma; esto es, de un orden universal. Obran y se conducen sin medir ni tener cabal conciencia de la reacción y consecuencia de sus conductas, y no se sienten obligadas por una ética de la responsabilidad. Nuestra cultura occidental se debate entre un narcisismo suicida y una especie de abandono ético de “todo da lo mismo”. Los medios tecnológicos (el dinero, el ahorro, el transporte, los medios de comunicación etc.) inducen a una vida premunida de una ilusoria seguridad y control del espacio y del tiempo. Resulta amanerado y ridículo que políticos y líderes de opinión se manifiesten escandalizados por la promoción y expansión de una antiética y seudo arte que mistifica el robo, el tráfico de drogas y otras conductas antisociales, en circunstancias que, los que ocupan los espacios de liderazgo se conducen con los mismos valores de los rateros y de los narcotraficantes. Y no es un decir. En nuestro país, ministros y altos empresarios participan de sórdidas reuniones, donde con certeza casi absoluta se transan sobornos explícitos o implícitos. La clase política está ocupada casi exclusivamente en batallas campales impúdicas para conservar prebendas, sinecuras y beneficios, ilegítimos a todas luces. Y desde todos los sectores políticos, empresariales y religiosos, se manifiestan defensas de autoridades sorprendidas en flagrantes latrocinios, solo porque son “de los nuestros”. ¿Por qué la conducta del bajo pueblo debería ser distinta? No se puede sembrar maleza esperando que crezca el trigo.

También resulta grotesco manifestar escándalo y rasgar vestiduras por parte de políticos y líderes en general, por el lamentable estado de la educación escolar. Algunos en el paroxismo de la imbecilidad, se quejan de que los educandos no administran destrezas para el logro del aumento de la productividad económica. Como si aquello tuviese alguna importancia en una sociedad conformada por individuos sin carácter, que no respetan la ley ni al prójimo, donde la institución de la familia ha dejado de tener relevancia social simplemente porque hacer familia es muy costoso y los priva de la gozadera de los bienes de consumo. La perspectiva crítica de la educación, enfocada a que los educandos sean piezas y partes de una máquina productiva, da cuenta con total precisión de la completa ignorancia de la naturaleza humana que expresan esos críticos. Además, aquellos que se manifiestan conturbados por esta realidad deprimente, en la tarde sintonizan Netflix para ver las producciones cinematográficas que sistemáticamente transforman a delincuentes, narcisistas y depravados, en héroes.

Chile, al igual de lo que alguna vez denominó occidente cristiano, es una colectividad conformada por individuos que no se sienten obligados por lo colectivo y que no saben de donde vienen, hacia donde van; y que peor aún, no manifiestan ansiedad por aquellas carencias. Solo expresiones superficiales de conturbación por las consecuencias manifiestas de este mal.

¿Dónde está el remedio? Un retorno a la ética de la responsabilidad que se puede resumir en tres puntos: 1) Retomar el Dharma, es decir la conciencia que la creación de Dios es un orden complejo susceptible de ser desordenado por el demiurgo humano, y por ello es preciso retomar la conciencia del Dharma en la vida individual y obrar a fin de conservar ese orden y promoverlo. 2) Obrar ejercitando la prudencia a fin de que, las consecuencias de nuestros actos -nuestro karma- sean virtuosos y no viciosos. Las cuatro virtudes cardinales de nuestra tradición occidental son una buena herramienta para ello. Por último, 3) obrar respondiendo cotidiana y permanentemente de la consecuencia de nuestros actos ante nosotros mismos y ante la comunidad.

Pero este remedio no es gratis. Importa ejercitar el derecho a rebelión contra una plutocracia corrupta que hoy nos gobierna. El sopor espiritual al que han sido sometido el hombre masa contemporáneo, lo hace muy difícil. Pero la humanidad tiene acceso a una energía misteriosa que nuestra tradición occidental denomina la Gracia Divina. A ella debemos invocar en estos tiempos de obscuridad.

Enero 2024



[1] Cultura védica es aquella que inspiraron los Vedas, conjunto de libros de sabiduría y mitología ancestral india. Vedas quiere decir en sánscrito, sabiduría.

[2] En su obra La Ética Protestante y El Espíritu del Capitalismo