Aristóteles en su obra Retórica refiérese
a los modos de persuasión, clasificándolos en el Pathos, el Logos y el
Ethos. El discurso basado en el pathos según el estagirita es aquel que
invoca a los sentimientos como medio de convicción de una audiencia. El pathos griego
da vida al adjetivo castellano, patético, el cual ha tenido un viaje
desafortunado hacia el inglés, y nos ha retornado desde ese idioma -quizá menos
profundo que el nuestro- en un sentido completamente equívoco. Actualmente nos
referimos a un individuo patético como alguien ridículo cuya conducta carece de
sentido. Alguna culpa de esta confusión la tiene precisamente la cultura
anglosajona dominante, cuya carencia se encuentra precisamente en dar cabida al
pathos de la existencia humana. A fin de cuentas, los anglosajones en particular
y los seres humanos en general ridiculizan lo que no son capaces de entender.
Elvira Roca, ensayista,
historiadora y novelista española contemporánea (españolísima diría yo), nos
recomienda perseguir los vocablos como el mastín de caza al conejo que escapa.
Las palabras, si no se les tiene bien asidas de los colmillos, pierden
significado y se evaporan en la nada. Y la nada, lo único que puede engendrar entre
nosotros las creaturas, es nada; y en el caso de las palabras, incomprensión y
caos.
Nuestro tiempo es opaco de
sentido. Para interpretar lo que sucede a nuestro rededor y por qué sucede, el
mainstream o inteligencia hegemónica recurre a las ideologías. Son las
ideologías embudos a través de los cuales se pretende emboquillar la realidad
para entenderla y el resultado es, lugares comunes que descartan las variables de
los fenómenos que son incapaces de explicar, a través del tamiz ideológico. En
nuestro tiempo dejan intactas e inexplicadas las taras profundas que padece Iberoamérica.
Por eso, siguiendo a Elvira Roca,
para comprender de mejor manera la fenomenología de nuestra sociedad, es
preciso rejuvenecer algunas palabras. Cogerlas con fuerza y estrujarlas de
sentido. Pretendo hacer aquello con el adjetivo patético, purificarlo de
las deformaciones anglófonas y usarla para explicar buena parte de nuestra idiosincrasia
cultural.
Bajo ahora a nuestra realidad
contingente: El sustrato de nuestra cultura chilena e iberoamericana es categórica
y definitivamente hispana. La sangre aborigen ha influido, pero en muy menor
medida, al igual que lo han hecho emigrantes anglosajones, franceses, árabes,
croatas y judíos de procedencia septentrional. El resultado de este barniz, no alcanza
a borrar aquel ancestro ibérico que, como es sabido, se formó tras la fusión del
Al Andaluz con godos romanizados.
George Simmel, filósofo judío
alemán que influyera en gran medida en el pensamiento de nuestro José Ortega y
Gasset, nos develó un equívoco nacido con la ilustración: las ideas no son más
que una representación ordenadora de la realidad que él identifica como “la
vida”. Ésta, la vida, es la realidad radical. El principal daño a la
comprensión del alma humana que ha generado el racionalismo positivista, es entender
que las ideas son capaces de formar realidad. El “relato”, como se le suele
llamar hoy. Las ideas no forman realidad, es la realidad la que forma las ideas.
En esta lógica, el mundo occidental positivista y progresista nos ha convencido
que nuestra cultura iberoamericana, conformada por esos ancestros tan lejanos y
a veces divorciados de la ilustración kantiana, podría formatearse al comme
il faut (como se debe ser según la elegancia francesa) del siglo XIX o a la
american way of life (modo de ser norteamericano anglosajón) del siglo
XX. Usted estimado lector lo escucha cotidianamente; los políticos nos prometen
progreso y desarrollo, dos conceptos abstractos preconcebidos idealmente
– normalmente indexados a resultados económicos- carentes de realidad.
La cultura española representó
para la Europa septentrional ilustrada, un atavismo curioso que servía para
narraciones románticas de óperas y novelas. Esa misma Europa culta septentrional,
menos aún, tuvo una representación ni conocimiento de lo que era Iberoamérica. Prueba
palmaria de esta ignorancia fue el ridículo experimento imperialista frustrado en
México con el seudo Emperador Maximiliano. En dos palabras: Iberoamérica no
existió y aun no existe para la cultura occidental. No hay una representación
de ella, como tampoco hay una representación de la cultura africana.
El ethos[1]
iberoamericano en la academia y en la prensa dominante, es invisibilizado por
las hegemonías occidentales, excepto como dije para narraciones novelescas
románticas. Se sumó a esta supresión intelectual, el imperialismo
norteamericano fundado en los valores anglosajones y protestantes, cuya generosidad
y filantropía, consistió en exportar, no el capitalismo[2]
como ha sostenido la narrativa marxista, sino el American Way of Life.
Una hegemonía que, hay que reconocerlo, ha sido menos violenta que otras
imposiciones culturales a través de la historia, pero que culturalmente, ha
causado más mal que bien a nuestra Iberoamérica, al imponer un materialismo
medio rastrero que mistifica el tener antes que el ser.
Pero atención: lo anterior no es
la causa suficiente de nuestra mediocridad social, cultural y económica. El
cojo no le puede echar la culpa al empedrado de su cojera. La causa de nuestra fatalidad
es porque las élites, desde el Rio Grande hasta Tierra del Fuego han hecho
suyos los ideales del progresismo anglosajón, negando de manera casi grotesca nuestro
ancestro hispano, esto es, nuestra cultura romana meridional y mediterránea.
Elites académicas con honrosas excepciones, han creído cual cavernarios deslumbrados
con collares de vidrios, la leyenda negra montada por anglosajones sobre la
hispanidad. La hispanidad tiene una historia con miserias como las historias de
todos los pueblos, pero repleta de santos y héroes, que corre por nuestras
venas -inconsciente colectivo diría Carl Jung-, y que representa una forma de
comprender el mundo distinta y divorciada de la ilustración y progresismo
anglosajón.
Ser culto en Iberoamérica
en el siglo XIX, fue ser comme il faut del ideal romántico francés o británico -o
más bien parisino y londinense-. Y en el siglo XX ser culto, ha sido, o abrazar
la cultura del trabajo duro norteamericano para pasar a engrosar el american
way of life, o comprarse la narrativa revolucionaria marxista en sus diversas
vertientes. Los talentos iberoamericanos, viajan al norte para aprender de
Europa septentrional y de Estados Unidos, no solo las ciencias y las artes,
sino especialmente, como hay que ser. Retornando esas élites a sus
terruños, arrastran como una pesada carga un desprecio, más que por la pobreza,
por la manera de ser criolla. Y si esa way of life que nos traen del norte deriva
en una existencia colectiva rastrera y sin horizontes, pues bien, así habrá que
ser no más porque es lo que se lleva.
¿Dónde están
nuestros ancestros? ¿Dónde esta nuestra herencia de grandeza que cruzó mares
para evangelizar, para sacar a millones de seres humanos de una existencia cavernaria
enseñando e integrando como sus iguales hijos de Dios a los aborígenes? ¿cuál
es el la causa virtuosa que el imperialismo hispano promovió el mestizaje al
contrario del imperialismo anglosajón que despreció y exterminó al aborigen? ¿Dónde
está en la conciencia iberoamericana, la historia de nuestros héroes navegantes,
vencedores de obstáculos titánicos?
Con tales
preguntas no me refiero puramente al olvido intelectual que se subsana con
mayor educación de la historia de la hispanidad. No. Me estoy refiriendo al
olvido de nuestro ethos a la hora de diseñar la arquitectura para nuestra
sociedad, a la hora de diseñar e imponer los deseos y deber ser de lo que
consideramos progreso y desarrollo. ¿Y saben por qué? Porque en realidad
no somos lo que son los septentrionales europeos o las elites de la
costa este de los EE. UU. Y porque no somos aquello, cuando somos compelidos a
comportarnos con la disciplina orientada a fines que nuestra voluntad ancestral
considera ramplona y sin sentido, surge la rebelión y el nihilismo social. Y como
el hemofílico se desangra ante el primer rasmillón en su piel, entre nuestros
pueblos al enfrentar dificultades y crisis sociales, aflora el Tánatos o
espíritu de muerte que pareciera animar a todas las creaturas, y que describe
Sigmund Freud. Aquella energía que genera la entropía, tendencia pareciera
fatal en la naturaleza que tiende al desorden y dispersión de los elementos cohesionados
de un sistema.
Nuestra cultura
ancestral tiene un sentido patético de la vida. Patético ya dije, no en el
sentido anglosajón de la palabra. Demanda de la vida un sentido vertiginoso.
Una razón por la cual vivir y por la cual morir. Tengamos o no conciencia, late
en nuestras venas, que la misiones vitales no pueden ser cambiar de auto cada
dos años, pagar la hipoteca para comprar una vivienda más grande o poder pertenecer
a círculos sociales concéntricos más y más sofisticados, hasta concluir en el desiderátum
de la mujer bonita, el club de golf etc. etc. Sometidos a la disciplina
progresista que hoy envuelve nuestra existencia, aflora en todas los estratos
sociales y especialmente los más carenciados, lo que en culturas septentrionales
hoy es un virus larvado: el tedio. Y ese tedio ¿cómo revienta en Iberoamérica? A
través de la rebelión, a través de la violencia, a través de órdenes sociales
aberrantes como son los que busca imponer el crimen organizado en nuestras
megalópolis. El arquetipo de este fenómeno entrópico es Pablo Escobar Gaviria,
el Patrón del Mal, quien encarna una especie de antinobleza que promete
ahogar en sangre, caos, injusticia y disolución a nuestra cultura contemporánea.
Porque, ¿de que
otro modo se explica la cultura narco, las barras bravas o la de los piños que
protestan violentamente, pintarrajean y destruyen las calles de nuestras
megalópolis?: Rosario en Argentina, Santiago de Chile, Buenos Aires,
Guadalajara, Ciudad de México, etc. ¿Se puede explicar como una subversión
planeada por Putín o por algún sátrapa caribeño ignorante y corrupto? ¿o como
el pueblo proletario buscando cambiar los modos de producción para alcanzar la
sociedad socialista cómo quisieran creer nostálgicos comunistas?
Obvio que la rebelión
está apoyada por la subversión ideológica y otros demagogos se cuelgan de ella
como de un clavo ardiendo. Obvio que los niños bien del Frente Amplio brindan
con piscola (ahora lo hacen con destilados de 12 años), cada vez que es acosada
apaleada y derrotada la fuerza pública en Santiago; o que “educadores sociales”
kirshneristas pagan a los cabecillas del lumpen para que organicen la joda en
Buenos Aires. Pero eso no explica el sustrato del fenómeno.
Lo que sostengo
es que la condición de posibilidad de la rebelión en Iberoamérica, no se agota
en las carencias económicas, sino en las carencias de sentido colectivo. Puede
parecer conceptualmente resbaloso, pero intentaré darme a entender.
La sociedad de
masas es consustancial a la sociedad ultra tecnológica. La división y especialización
del trabajo tiene por fruto esa sociedad ultra tecnológica y esta es una de las
causas de la disolución de las individualidades. La disciplina rígida de
trabajo, cumplimiento de deberes enajenados de sí mismo, para un fin de
bienestar económico, pareciera que satisface a los individuos en naciones
occidentales septentrionales. El sueco, el norteamericano de origen anglosajón,
el escoces, holandés etc. se satisface con una vida ordenada de trabajo duro. En
Iberoamérica al más mínimo traspiés, fluye la rebelión violenta como un torrente.
Perseguir como
un fin de Estado el bienestar económico, pareciera ser en nuestra cultura como
el suministro de un narcótico para hacer olvidar un sentido trascendente de la
existencia. Para un judío anglosajón como Marx, decir que la religión es el
opio del pueblo, quizá tuviese sentido. En nuestra cultura hispana en
cambio, la religión rutilante y churrigueresca, interpreta nuestro ethos y es
el bienestar económico en cambio, el opio del pueblo. A la inversa de lo
que señala Marx, es ese el opio que narcotiza los espíritus, y con ello
pretenden los gobernantes racionalistas ilustrados invisibilizar la carencia de
sentido que tiene nuestra existencia en el contexto de nuestra cultura meridional.
La Iglesia post
conciliar, luego de destruir el rito de la misa y reemplazarla por reuniones y
rutinas estéticas que más parecen sesiones de autoayuda emocional; luego de
abandonar la arquitectura de los templos churriguerescos, barrocos, góticos y
reemplazarlos por galpones que más parecen frigoríficos; se queja de la falta
de sentido de la sociedad moderna. ¡Pero si ha sido ella misma la que ha
cooperado a ese vaciamiento de sentido! ¿Es que no se dan cuenta, o es que
también los domina la entropía expresada en aquel espíritu de muerte que habla
Freud?
En una
proporción muy relevante de la población el individuo no ejerce su libertad
plenamente. Ante esta evidencia, ¿podemos administrar una sociedad compleja con
la receta hippie de David Thoureau[3]
o del buenismo de la iglesia post conciliar? De seguro que no. Nuestra sociedad,
aunque nos pese, es una sociedad de masas. El dilema no es, si debe serlo, o no
debe serlo. La tecnología y la división del trabajo está ahí, y no depende de
nosotros enteramente erradicarla porque quizá no es bueno ejecutar ingenierías
sociales que siempre salen mal. Es nuestra circunstancia, nuestra vida, la
realidad radical en que se desenvuelve nuestro vivir. La cuestión es pues, no
idear una Arcadia imposible cómo pretenden los jesuitas post conciliares y los
buenistas; el dilema real es cómo administrar la sociedad de masas, desde el
punto de vista del ethos de nuestra verdadera cultura ancestral, motivando con
ello a las masas que hoy se dejan seducir por un materialismo ramplón o por una
épica heroica diabólica al estilo del narco.
Se impuso a
nuestra genuina y aplastada cultura hispánica, un sentido Bismarkiano del
Estado. Aquella estructura burocrática que educa, cobra impuestos, auxilia a
los más pobres eficientemente, cuida los bienes comunes como buen padre de
familia, planifica nuestras vidas y asegura nuestro bienestar desde la cuna
hasta la tumba. Todo sometido a una estricta racionalidad de costos y beneficios,
modelado al estilo Suizo, Danés, Sueco etc. Aquella jaula dorada a la que se
refiere brillantemente Max Weber[4].
¿Es posible que algo así funcione en México, Bolivia, Chile, Argentina,
Colombia etc.? ¿Funciona acaso en España e Italia meridional? Ah… suspiran los
ilustrados levantando los ojos; debemos replicar la educación de Finlandia,
Suecia, Suiza etc. Aquello es perfectamente falso. Eso no ha sucedido desde
que José Miguel Carrera, O´Higgins, Portales, Vicuña Mackenna etc. lo
plantearon como urgente necesidad. Para educarse como un soldado de la
racionalidad, hay que ser lo que son los europeos septentrionales.
Hoy se discute
si el Estado debe ser pequeño y libertario o grande y socialista. Aquel dilema
es falso en lo que a nuestra cultura se refiere. El verdadero dilema es un
Estado para qué. Habiendo sido pulverizado por implosión el rol misional
de la Iglesia Católica, por ende, el pilar histórico misional que tuvo la
hispanidad, debemos rascarnos con nuestras propias uñas en el ámbito político.
En otras palabras, lo misional colectivo debe estar radicado en el Estado.
El Estado
que las naciones ibéricas necesitan es el Estado Misión. En sus
discursos lo describió someramente José Antonio Primo de Rivera. Un ejemplo de
misión virtuosa es la que inspiró a la monarquía temprana de los Austrias, cuya
inercia duró hasta que la ilustración borbónica las degradó y se fue
divorciando del ethos de sus súbditos. Al imponer desde la burocracia borbónica
el racionalismo ilustrado, la cultura ibérica, en la península y en las
posesiones de ultramar, comienza su viaje hacia la entropía, su divorcio con el
Estado, su rebeldía larvada y omnipresente.
El buen
gobernante es el hombre prudente, justo, templado y fuerte. Ese es un mínimo
común. Pero para arrebatar a las masas de la patética épica diabólica del caos,
narco, barras bravas etc. es preciso ofrecerles una misión colectiva. Si la
tarea del Estado se agota en alcanzar los cincuenta mil dólares per cápita con
una distribución equitativa de ese ingreso, ello no erradicará este cáncer que
demuele familias, barrios, ciudades y sociedades completas. A esa definición el
flaite narco contestará: Shis, ¿pa´eso? Déjeme
así no ma´hermano…
Mayo 2025
[1] Conjunto de rasgos y modos de comportamiento que
conforman el carácter o la identidad de una persona o comunidad.
[2] Nunca EE. UU. le ha interesado el desarrollo
capitalista de Iberoamérica. Por eso financió la CEPAL, vehículo para sembrar
la mediocridad económica y dependencia creciente de su hegemonía. El
proteccionismo arancelario propiciado por la CEPAL desde 1950 en Iberoamérica
generó medio siglo de enclaustramiento y de mediocridad económica, social y
cultural.
[3] Norteamericano cuasi filósofo ácrata, inspirador del hipismo
libertario
[4] La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo
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