La epistemología es la rama de la
filosofía que explora la manera en que se genera el pensamiento humano. Uno de
los enormes aportes filosóficos de José Ortega y Gasset – que la academia contemporánea
no ha aquilatado suficientemente- es en esta área, es su breve pero fértil teoría
sobre las ideas y las creencias. Sostiene Ortega que existe una nítida frontera
entre estos dos conceptos. El hombre premunido de su inteligencia se enfrenta
al mundo; ese mundo impacta su inteligencia, y entonces en su interioridad se
forma una representación de la realidad. Esas son las ideas. Pero obviamente el
hombre no es una gota de agua o una piedra. No es algo estático. El hombre nace
en la completa inconciencia y se va fabricando. Pero no se fabrica solo. Lo
hace en sociedad. Y dentro de los insumos que esa sociedad le entrega, se
encuentran las creencias. El hombre piensa y se forma ideas, montado en sus
creencias. Una metáfora útil para comprender esta dinámica es que el hombre al
existir es lanzado a un océano desconocido. Sus brazos y piernas le resultan
útiles para no hundirse. Esos brazos y piernas son su inteligencia. Las
creencias son una balsa en medio de ese océano desde donde puede pensar. Montándose
en la balsa puede recién pensar. Solo ahí, el hombre puede construir su
representación del mundo. Lo que jamás hará el caballo o la rana cuya
existencia es como la de nuestro personaje en el medio del océano manoteando
para no hundirse. La vida del caballo consiste en seguir existiendo y lidiando
de modo inmediato y urgente con las circunstancias, sin descanso. Sostenía
Ortega que las ideas se tienen, pero en las creencias se está. Para ilustrar
esta diferencia, pone el ejemplo de aquel hombre que decide salir a la calle
desde su hogar. El hombre duda si hace fresco o calor afuera. Se cuestiona si
sale con abrigo o sin él. Pero no se cuestiona que abrirá la puerta de su hogar
y al trasponerla estará la calle y el mundo. Él tiene la idea que hace frio y
por ello se pone el abrigo, y tiene la creencia que la calle sigue donde mismo.
No se cuestiona que así no sea. Pero las certezas basales de nuestro
pensamiento -las creencias- también pueden encontrarse cuestionadas. Así
explicaba Ortega la causa de la conflictividad de su tiempo, precisamente por
la fractura en las creencias basales sobre lo que el hombre es, y su misión en el
existir. En su reemplazo se instalaba la duda que es una creencia también, pero
no firme sino líquida, pantanosa e insubstancial.
Es esta una teoría. Solo eso. Las
teorías son como los tenedores y cucharas. No son la comida. La misión de la
filosofía es metafóricamente encontrar y comerse la comida -esto es, dar una
explicación plausible de la realidad- premunida de las herramientas que nos
proveen las teorías. Ortega nos legó la teoría, pero no una explicación nítida respecto
sobre la frontera de estos dos conceptos. Nos dejó una ardua tarea de encontrar
dicha frontera. Es ese el sentido de estas letras.
La sociedad contemporánea, sea por
su complejidad o sea por vocación del poder político que la conduce, ha tendido
a la masificación. La sociedad de masas se caracteriza, en la circunstancia que
los individuos tienen una mayor porción de su vida de aspectos incuestionables
que no necesitan pensar para darlos por solucionados. Se le reducen los dilemas.
La vida del hombre masa discurre sobre un carril prefijado. El hombre masa puede
vivir materialmente de modo cómodo y satisfactorio para sí mismo sin que sus
fines personales los defina él mismo por cuanto si no cuestiona los carriles
sociales – esto es, si no deja de ser hombre masa- puede vivir sin grandes
altibajos. El hombre masa no se cuestiona cómo funciona un automóvil al conducirlo,
o cómo funciona el suministro eléctrico, cómo es posible que exista el dinero
como medio de intercambio, o cómo llega al escaparate del supermercado la
comida. La masificación determina que es posible perder el hábito de usar la
inteligencia para la sobrevida cotidiana. Nuestro antepasado de las cavernas, y
de cuatro generaciones atrás de la nuestra, tenían muchos dilemas cotidianos y menos
aspectos de su vida solucionados sin ejercitar el pensamiento y la reflexión; debía
con mucho mayor intensidad y cotidianeidad, ejercitar su pensamiento para
formarse una idea de las cosas. Se encontraba en la necesidad de escrutar
cotidianamente la realidad para poder sobrevivir. Vivir en la sociedad tecnológica
contemporánea, nos ofrece una gigantesca franquía – tiempo disponible- que
nuestros antepasados no disponían para pensar el mundo, pero paradojalmente usamos
menos la inteligencia. La sociedad de masas lo ha hecho posible, y este adverso
fenómeno determina que las personas se conducen con una radical confusión de
los bienes, creyendo que porciones mayores de esos bienes, son edénicos tal como
el aire que respiramos o el agua que bebemos, y que por el solo existir,
tenemos derecho a bienes artificiales, sin mediar acción nuestra alguna.
En lo atingente a la teoría de
las ideas y las creencias, la sociedad de masas ha sido inductiva a desplazar
una porción de la realidad desde las ideas a las creencias. Pensamos “desde”
dar por edénicamente solucionados muchos aspectos de nuestras vidas que tienen
una realidad social artificial y no natural. Es la sociedad – no la naturaleza –
la que nos provee de ellos y son por ello mas precarios que los bienes de la
naturaleza. En tal sentido es razonable creer que el sol saldrá por el oriente a
una hora x del día, sin que medie acción alguna nuestra. Pero no parece tan
razonable creer que nuestro automóvil arrancará en la mañana si o sí.
Este fenómeno – el de la
masificación – es el que usa y abusa el poder político para “ordenar” al mundo
social. Y como el hombre masa ha relajado y en el extremo ha atrofiado el
hábito de pensar, sobreviene la tentación luciferina del totalitarismo: el
poder puede, y así lo ha ido haciendo, sustraer aspectos de la vida del hombre
masa desde el ámbito reflexivo, e inducir creencias irreflexivas sobre la
realidad. El poder político desde el estado, la academia, la prensa y todos los
centros de influencia; puede ocultar o adornar los datos y generar
empaquetados relatos sobre la realidad que se le “aparecen” al hombre
masa como una realidad sustituta. Los relatos, son ideas transformadas artificialmente
en creencias. Creencias desde las cuales se debe leer la realidad y que
normalmente son funcionales al poder con pretensiones de hegemonía.
La historiografía ha llamado “sistemas
filosóficos¨ a una unidad estructurada
de creencias acerca de la realidad que relacionan principios metafísicos,
epistemológicos, científicos, éticos y políticos. Los relatos pueden
tener la pretensión de sistemas filosóficos, pero pueden ser menos que aquello.
Daré tres ejemplos. Uno remoto, el otro moderno y el otro casi contemporáneo,
para ilustrar el fenómeno del “empaquetamiento” de los datos transmutados en
relatos.
El primero escandalizará al
ambiente académico y muchos “sabios” abandonarán la lectura de mis letras. La
filosofía griega se relata como el puntapié inicial del pensamiento. En toda
historiografía de la filosofía se pone como piedra basal de la construcción
ideológica de nuestro pensar occidental. Algo habría pasado en las costas de
Anatolia primero y luego en la Grecia europea, que el hombre se puso a pensar.
Inventaron la Alethia. Inventaron la develación de la realidad a través de métodos
racionales. Antes; nada. En otros hemisferios; nada. Hombres caucásicos
pusieron “la pelota al piso” y por primera vez reflexionaron sobre la realidad.
Los presocráticos serían los Juan Evangelista, de los Sócrates, Platón y
Aristóteles. Filosofar desde entonces es lo que hicieron esos hombres. Ahí
estuvo la Arcadia perdida que debemos recuperar. Los datos indican otra cosa.
Fue el idioma y la escritura la condición de posibilidad que esos pensamientos
llegasen a nosotros fragmentados, imprecisos, reconstruidos ex post y a veces
ucrónicamente. En otras palabras; antes y después de Platón y Aristóteles
existieron pensadores dentro y fuera de Grecia, sabios que no llegaron a
nosotros. La sociedad griega fue tan humana o inhumana como muchas. Este relato
es tan generalizado porque sirve de base y sustento al relato del progreso
humano. Lo que nos indican los datos, es que, lo que ha progresado es la
técnica. El idioma y la escritura es una técnica. No hay tal progreso humano
del hombre en sociedad. Basta observar la conducta de las turbas contemporáneas
para concluir aquello.
Un segundo ejemplo, que quizá
también escandalizará: Hace pocos años se conmemoraba el bicentenario de la
revolución francesa. Las autoridades francesas se vieron en la necesidad de
resolver si conmemoraban los luctuosos acontecimientos de la toma de la
bastilla y sus terribles consecuencias, o “celebraban” el acontecimiento. Las
sucesivas repúblicas francesas se han fundado en un relato sobre lo
que sucedió el 14 de julio de 1789 y sus consecuencias. Pero la historiografía
ha dejado claro que ese relato es falso. Se funda en una ucronía del ancien
regime y en una utopía de lo que sucedió después de la revolución. No hubo tal
mejora, ni tal liberación, ni nada que se le parezca ni en Francia ni en el
extranjero. Los episodios de la revolución lo único que causaron fue un
desastroso régimen de terror, muerte y destrucción; y para concluir y deshacerse
de la chusma homicida de los revolucionarios, advino un líder sanguinario que encabezó
un régimen militarista que sembró la muerte y destrucción por toda Europa. Toda
la inteligencia surgida en Europa y Francia en ese mismo período de explosión
de la creación artística, la ciencia y los conocimientos humanos, no fue por
causa de la revolución ni de Napoleón, sino a pesar de ellos. Pero el relato es
contrario a esa realidad, y, como buenos franceses, en el bicentenario decidieron
echarse al bolsillo la realidad y celebrar la gloriosa revolución francesa.
Todos sabían los datos, pero se optó por el relato.
Otro ejemplo palmario y más
próximo de este fenómeno fueron los totalitarismos del siglo XX donde la
demagogia capturó la voluntad y la pasión del hombre masa induciendo el relato
de la “lucha de clases” o de la “superioridad de la raza aria”, relatos en base
a una realidad empaquetada, donde los datos se usan mañosamente y los datos que
contradicen el relato se ocultan o desprecian. En base a estos relatos
empaquetados se induce a las masas a la voluntades pasionales e irreflexivas.
Esta técnica totalitaria del
poder político se ha sofisticado en nuestro siglo, elevada a la potencia. Se ha
hecho más “soft” pero más eficaz. Una población masificada, desacostumbrada a
la reflexión racional es adiestrada cotidianamente a asumir los relatos como
verdades incuestionables. El espacio de la vida social contemporánea se va
poblando de seudo creencias inducidas por relatos que rayan en la demencia
(como es el caso del feminismo radical). Se habla del progreso de la ciencia confundiéndolo
con el progreso de la técnica. El espacio lingüistico se va angostando. El
idioma pierde los matices que la inteligencia humana le dotó a través de los
siglos. Las palabras se usan como talismanes simbólicos de bien y de mal, más
que como contenedoras de ideas.
Y el mejor ejemplo de esta
sofisticación totalitaria de imposición de los relatos, la constituyen los neo
relatos hoy en boga: La pandemia, el calentamiento global y la ideología de
género.
Y esto no tiene que ver con el
tipo de régimen político. La masificación y el totalitarismo de los relatos que
en el siglo XX se asociaba a los regímenes totalitarios, hoy se utiliza en regímenes
de democracia representativa, donde ni representantes ni representados ejercitan
ordinariamente la reflexión racional y son vehiculizados por los relatos. Se instala
la creencia que los habitantes del siglo XXI somos más elevados y sofisticados
que los de los siglos pretéritos, solo porque en general hemos satisfecho las
necesidades básicas y en general somos más prósperos y hasta opulentos. Es el
relato del progreso y del desarrollo. Pero de verdad el hombre masa contemporáneo
es más primitivo, menos humano y más cercano a nuestra animalidad que nuestros
abuelos o bisabuelos.
No se trata de ignorancia versus
sabiduría. Se ha dicho y repetido como un mantra: vivimos en el mundo de los
datos. Todos los datos están a disposición del hombre a través de las
tecnologías de las comunicaciones como nunca antes lo habían estado. Pero paradójicamente
tantos más datos tenemos a nuestra disposición más demandantes están las masas
de relatos que ordenen sus vidas. Si nos comparamos con tres generaciones
precedentes, observamos como se ha ido reduciendo el ejercicio reflexivo para
procesar esos datos; y así lograr que cada persona se forme una representación
propia de la realidad y obre como individuo y como hombre político en una democracia
real.
Y la causa de este fenómeno es
dual. Efectivamente el poder político homogeniza la “opinión pública” y busca
hacerla más sumisa, en base a los relatos con datos verdaderos o falsos – no importa.
Presumo que tal avidez de angostar el espacio de soberanía individual es a fin
de manejar una sociedad compleja con equilibrios precarios e imperativos
difíciles de contener (alimentar y satisfacer las necesidades de 8000 millones
de almas). Aquello parece plausible. Pero lo que no resulta plausible ni fácilmente
explicable, es que también los sujetos pasivos de los relatos -la masa- demandan
les provean de una representación de la realidad ya procesada. Demandan
relatos.
En efecto, la falta de hábito de enfrentar
la realidad hace que el hombre contemporáneo sea más precario e impotente para
encarar sus circunstancias. Proveerse de bienes y servicios sofisticados y
artificiales disponibles, se hace algo distante a sus potencias, pero a la vez indispensable.
El hombre de siglos pretéritos pretendía bienes menos sofisticados, pero más susceptibles
de obtenerse por sus propias potencias. El hombre masa contemporáneo se habitúa
a la dependencia de esta torre de Babel contemporánea compuesta por los guías hegemónicos
(Estado, medios de comunicación y poderes transnacionales) y por los bienes
artificiales que han pasado a ser vitales para su subsistencia.
Hasta ahora, los estudiosos del
totalitarismo asociaban el fenómeno a cierto tipo de regímenes políticos jurídicamente
autoritarios como las dictaduras y monarquías. La democracia se estimaba era el
remedio. Pero el fenómeno de la masificación es causa y efecto de
potenciamiento de este fenómeno de dependencia del poder totalitario de un
estado en cualquier tipo de régimen y en especial en las democracias
representativas. La masa demanda un Estado que te diga que debes hacer, cuando
lo debes hacer, que debes consumir, cuando, que sexo debes tener, de que modo
debes manifestar tu sexualidad, como debes comportarte con tu mujer o marido,
etc. etc.
¿Porque el individuo tolera este
empobrecimiento de sus facultades propiamente humanas, de formarse un juicio
propio de la realidad, y actúa progresivamente de manera bovina? Enorme
pregunta cuya respuesta requeriría un tratado filosófico aun no escrito. Adelantaré
una hipótesis cuya fundamentación excede la brevedad de estas letras.
La conciencia humana es un
accidente evolutivo o un rol que le asignó al hombre la divina providencia. Para
efectos de esta reflexión ambas creencias permiten la conclusión que propondré.
Empíricamente, no tenemos datos que permitan estimar que hay conciencia en los
animales por más evolucionados que se manifiesten. Tampoco existe ningún dato
serio que nos acredite que existe en otros lugares de la galaxia vida, y menos seres
inteligentes y conscientes de sí mismos. Hasta donde sabemos pues, somos los
únicos dotados de esta singular aptitud de la inteligencia: el hombre se puede
formar una visión de sí mismo, como una entidad distinta del mundo que le rodea
y de sus compañeros de especie. También puede tener, lo que los animales no
tienen; una dimensión del tiempo. Esta condición por trivial muchas veces no se
pondera suficientemente; el hombre se sabe prisionero del tiempo. Percibe su
finitud y reflexiona sobre ella. Como animal que es, mantiene de esa condición el
instinto de supervivencia que le provee su sexualidad; perpetuarse como
especie. Pero no le resulta suficiente. El hombre, o más precisamente, la
conciencia del hombre tiene vocación de trascendencia; quiere creer
que es parte de un plan que le de sentido a su existencia. Los animales carecen
de esa volición. Y aquí viene mi tesis. El hombre no solo quiere creer;
necesita creer. Es consustancial a su naturaleza tan singular. Consustancial
al ser humano es la trascendencia. El hombre no se satisface con la inmanencia.
El positivismo científico ha
invisibilizado esta condición. Se ha repetido como mantra que existencia es
igual a inmanencia. Pero como el magma que se escapa de la corteza dura de un
volcán, el apetito de trascendencia aflora en el ser humano. La cultura contemporánea
efectúa un apostolado materialista para convencernos que progreso es igual a la
pérdida de esa dimensión; que el hombre al “evolucionar” ha borrado de su radar
lo que está más allá de la materia, más allá de su muerte. El positivismo filosófico
ha instalado la inmanencia como una premisa incuestionable y sostiene que no
hay nada más allá que la experiencia existencial.
La ciencia empírica
paradojalmente nos ha enfrentado a la evidencia que la materia misma es un
conglomerado de órdenes físicos y químicos. La materia en sí no existe por
cuanto no hay una unidad basal que identifique su existencia. La palabra “ente”
nos ha quedado pequeña para identificar la realidad física. La materia no
tiene existencia sino consistencia. No existe, sino más bien fluye “desde”,
a un “hacia”. Todo en un orden temporal.
Flota en el ambiente de las
grandes cuestiones que no hay dios según el mantra positivista, pero tampoco hay
materia, conforme nos lo demuestra la ciencia. Para mayor confusión algo o
alguien gatilló una entidad que es más misteriosa aun: el tiempo. El hombre que
consustancialmente quiere creer, no encuentra ningún flotador en este mar
abisal de dudas y angustiosamente manotea en lo líquido e insubstancial para sostenerse.
El hombre contemporáneo está ávido de relatos que den fundamento a una
creencia sustituta de la fenecidas. Relatos que ordenen su existencia. Relatos
desde donde pensar el mundo. Así lo exige su naturaleza. El hombre debe pensar
para abordar su circunstancia. Pero solo puede formarse ideas montado sobre
creencias sólidas. Las creencias sólidas han sido desterradas del mundo
moderno. En su radar Dios es problemático y su cultura lo obliga a pensar que no
existe. En su radar la materia es problemática y la ciencia le señala que no
existe. Así, está ávido de relatos que substituyan sus pretéritas creencias.
Y amparado en esta demanda, el
poder ha aflojado las clavijas de la lógica racional a la hora de elaborar los
neo relatos. Ya no hay tanta pulcritud lógica en los relatos como en el siglo diecinueve
y veinte. Estos pueden fundarse casi sin datos o derechamente contra lo que los
datos públicamente y a disposición de todos, les indican. Basta repetir
relaciones lógicas inexactas o falsas, para considerarlos eslabones. Goebbels, ministro
de propaganda del nacional socialismo, no se lo habría podido creer. Estaría
como “chancho en el barro”. Basta hablar de “consensos de expertos” para que la
cerviz de la masa se incline para someterse a esos relatos. Las masas buscan ávidamente
un Estado que los proteja; algo que los proteja[1].
Es esta una gigantesca tragedia contemporánea: la renuncia de las masas a la
libertad, e implícitamente a su humanidad; a su condición humana. Es verdad que
esto se venía perfilando hace dos siglos. Pero en la intensidad que se
manifiesta hoy es a mi juicio, inédito.
Isaiah Berlín nos legó un
ilustrativo concepto de la libertad como un bien que se percibe desde dos
perspectivas: la libertad negativa “que nada ni nadie me impida ejecutar las
voliciones de mi propia voluntad” y la libertad positiva “que nada ni nadie me
impida buscar y ejecutar mi propio plan vital”. Las masas contemporáneas han
renunciado a la libertad positiva y aspiran solo a la libertad negativa.
¿Cómo cortar este nudo gordiano? ¿Cómo
recuperar la humanidad perdida del hombre? ¿Cómo aprovechar esta circunstancia
maravillosa que nos proveen las tecnologías de la información, de tener a
nuestra disposición los datos que nos permiten formarnos un juicio de realidad
personal y propio?
Las futuras generaciones tienen
la tarea.
Diciembre 2021
[1]
Nosotros hemos inventado la felicidad -dicen los últimos
hombres, y parpadean. Han abandonado las comarcas donde era duro vivir: pues la
gente necesita calor. La gente ama incluso al vecino y se restriega contra él,
pues necesita calor. Enfermar y desconfiar
considéranlo pecaminoso: la gente camina con cuidado. ¡Un tonto es quien sigue
tropezando con piedras o con hombres! Un poco de veneno de vez en cuando: eso
produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir
agradable. La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento.
Mas procura que el entretenimiento no canse. La gente ya no se hace ni pobre ni
rica: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién
aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas. ¡Ningún pastor y un solo
rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos
distintos marcha voluntariamente al manicomio. “En otro tiempo todo el mundo
desvariaba” -dicen los más sutiles, y parpadean. Hoy la gente es inteligente y
sabe todo lo que ha ocurrido: así no acaba nunca de burlarse. La gente continúa
discutiendo, más pronto se reconcilia; de lo contrario, ello estropea el
estómago. La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para
la noche: pero honra la salud. “Nosotros hemos inventado la felicidad” - dicen
los últimos hombres, y parpadean. Discurso del último hombre en Así
Hablaba Zaratustra. Federico Nietsche.
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