La ciencia física y la biología
nos ofrecen en los tiempos que corren, evidencias que nos mantienen perplejos;
la materia no es estática, se encuentra en un devenir, en un curso; en un desde,
rumbo a un hacia. Moléculas que están en un eterno potenciarse o
degradarse, conformadas por estructuras atómicas que giran a unas velocidades increíblemente
altas, y que tan pronto se conforman en esos órdenes, como también se dislocan
y se transforman en “otra cosa”. La biología moderna ha demostrado que los
seres vivos tienen una indeterminada (y quizá indeterminable) aptitud de mutar
en estructuras diferentes. Todo este cuerpo de estructuras vivas e inertes,
viajan a través del espacio en expansión desde un hipotético día cero del big
bang, hacia un destino y en un rumbo imposible de determinar para la
inteligencia humana. Nuestra fuente de vida que es el sol, también fluye y se
consume, de modo que es posible conjeturar con datos bastante precisos, que un
día dejará de alumbrarnos y hacer posible la vida en la tierra. Para mayor
perplejidad, la conducta de estos cuerpos atómicos, que creíamos se conducen de
modo causal y predecible, se ha constatado que en determinadas circunstancias se
conducen de manera aleatoria y eventualmente arbitraria.
Estas evidencias-conjeturas-hipótesis,
de las ciencias naturales, es el telón de fondo, o el suelo, o el entorno;
desde donde el hombre se hace las preguntas eternas de la filosofía. Y así ha
sido desde los albores del pensamiento codificado por el idioma, que en
occidente lo fundamos en aquellos pensadores de las costas de Anatolia, por
allá por el siglo quinto antes de Cristo. Desde entonces hemos desarrollado conceptos,
gracias al idioma, fundados en el retrato que se tiene de la realidad en base a
lo que la acumulación de conocimientos sobre la realidad material que nos
circunda, nos permite conjeturar.
¿Qué sucede pues cuando aparece
un Galileo y zamarrea el árbol de la realidad, y empiezan a caer frutos, cuya
existencia antes no nos representábamos que podían existir? Pues sucede lo que
gatilló Galileo. La visión del mundo comienza a cambiar a un punto tal que las
convicciones y certezas que se tenían entonces se fracturan, caen y se
comienzan a disolver. En su defensa el angustiado náufrago de esas ideas que es
la conciencia humana, edifica nuevas certezas para poder aferrarse a ellas. Y lo
que a mí juicio sucede en el mundo moderno, es que las nuevas evidencias descritas
en el primer párrafo de estas letras, conforman un nuevo telón de fondo, suelo,
o entorno, en que las ideas filosóficas se reacomodan. Y siendo este reacomodo muy
lento y doloroso, lo que vivimos creo yo, es precisamente la “crujidera” de las
ideas de la ilustración, que ordenaron el mundo hasta hace muy poco. Así, nos
encontramos “dando palos de ciego” en esa búsqueda de nuevas certezas y son
algunos de esos palos de ciego, los que pretendo develar.
En efecto, no son estas
conjeturas ocio de diletantes sin relación con nuestra vida cotidiana. Por el
contrario. El impacto de esta fractura de las convicciones que fundó Newton con
la ley de gravitación universal, hoy en franco cuestionamiento y disolución
como pilar de la carpa del mundo, nos afectan de una manera cotidiana en el
debate social, valórico y político. La ilustración, el racionalismo y la fe en
el progreso y la ciencia empírica, lentamente se van inundando y amenazan con
irse a pique. La teoría de la relatividad de Einstein, las evidencias sobre las
dimensiones y expansión del universo, la teoría cuántica sobre la incausal
conducta de cierta materia, son las que implícitamente inducen a Nietsche a su
filosofar con el martillo, haciendo trizas las convicciones pretéritas. El
nihilismo implícito de filósofos como el bigotudo alemán o Foucauld, es en
cierto sentido un vaciamiento de las convicciones ilustradas sin un relleno aun
con nuevas convicciones.
Ante esta fractura reaparece la
vieja polémica, prexistente ya en la filosofía pre-socrática entre el
objetivismo del mundo observado y el subjetivismo del sujeto que observa. Cuando
no hay certezas, cualquier postura tiene tribuna -todo vale- y hoy vemos que
las academias y la política están inundadas de un subjetivismo bastante obtuso.
Es menester coger el martillo de Nietsche para darle de martillazos
(filosóficos se entiende) y traer cordura y cauce a los debates.
Uno de los enemigos del
subjetivismo imperante es el idioma. Florecieron en Francia y prosperaron en la
academia en Estados Unidos, y ahora nos llegan envasados -deteriorados como
muchas cosas que heredamos de Europa- a nuestro suelo, una vocación critica en
contra de las certezas que nos provee el idioma. Este subjetivismo del
observador ha llevado a postular con vehemencia dogmática, que debemos
deconstruir (sin eufemismos léase “destruir”) el idioma. Aquellos edificios de
la inteligencia lenta y trabajosamente acumulados de generación en generación. El
armonioso castellano, el poético francés, el objetivo y certero inglés, el
polifacético alemán son precisamente prodigios de la inteligencia humana. Ahora
desde la academia, se propone deconstruirlos. El hombre por siglos ha creado
reglas lingüísticas para mejor entenderse; y en castellano cuando se usa el
género masculino se lo hace para invocar a personas de ambos sexos; no se lo
hace no para imponer un sexo sobre el otro, sino para hacer el idioma un
efectivo medio de entendimiento entre personas, hacerlo vivaz rápido y certero.
Con la invocación a una supuesta virtud de ser “inclusivo”, imbecilidad que
nadie es capaz de definir aun, se demuele el idioma repitiendo personas
supuestamente inteligentes, como si fuese una letanía, los dos géneros en cada
frase, tal como cuando veíamos a los nazis ridículamente levantar la mano para
decir ¡heil Hitler!, cada vez que se cruzaban con alguien. Al escuchar esta
letanía, me convenzo qué estamos en presencia no de la demolición del idioma,
sino la demolición de la inteligencia; a la vez qué al sometimiento coercitivo por
sumisión, a una regla totalitaria y estúpida. Si esto se impone en un “centro
de pensamiento” como es supuestamente la universidad, ya el fenómeno es francamente
delirante.
Otro de los enemigos del
subjetivismo es el sexo. Para que no quede ninguna barrera que impida el
imperio de la subjetividad, se impone a macha martillo la doctrina de género
que pretende subjetivizar la realidad biológicamente objetiva del sexo, que
dentro de otras consideraciones implica la continuidad misma de la especie.
Esta subjetivización se pretende imponer con vehemencia totalitaria a través de
la llamada, “doctrina” de género. Esta postula que el sexo no existe más que
por una imposición, y que participar de un sexo es una decisión volitiva de
cada uno. Algo así como los burros vuelan y yo no los veo volar, porque les he
impuesto autoritariamente un rol de cuadrúpedos terrestres. Pero si me pongo a
repetir en la academia, en la prensa y en las cabezas de góndolas de los
supermercados que los burros vuelan, pues el que se oponga a la vocación aérea de
los burros, será un discriminador que no quiere “incluir” a los burros en el
universo etéreo, y por ende seré un burrofóbico[1].
¿Da risa? Pero es que es, exactamente lo que sucede actualmente frente a
nuestras narices.
En la política, este relativismo
forzado y estulticia global se impone a través de la supuesta necesidad que los
homosexuales contraigan matrimonio. El Estado, a través de los siglos a creado
instituciones jurídicas obligatorias, cuyas fuentes materiales siempre han sido
necesidades colectivas que es necesario regular forzosamente. La fuente
material que dio lugar a la existencia de la institución jurídica del
matrimonio no fue jamás el sexo en si mismo, sino la debilidad de la mujer para
soportar sola la maternidad y la debilidad intrínseca de la prole. Por eso se
llama matri-monio. Para proteger la matriz generadora de vida y al fruto de esa
matriz. Jamás fue para proteger que las personas tuvieran sexo o convivieran. Al
estado desde siempre, salvo por consideraciones de salud pública, nada le ha
importado que las personas adultas tuviesen sexo entre ellos. A la moral de las
personas que buscan una vida elevada de las bajas pasiones y administrar su
libertad en la búsqueda de lo justo, lo bueno y lo bello, si que les puede
repugnar la poligamia, la homosexualidad o el quiebre de las familias durante
la dependencia de la prole; pero salvo cuando está comprometida la protección
de los débiles, el estado no tiene ninguna justificación para intervenir con
normas jurídicas imperativas. ¿Qué protección hacia los débiles hay en una
pareja de homosexuales? Ninguna. Entonces ¿Que hay detrás de esta manía del
mainstrem -que los políticos siguen como perritos falderos- de imponer el matrimonio
de los homosexuales en los ordenamientos jurídicos de occidente? Implícito a
ello está la tentación totalitaria de imposición de la subjetividad nihilista, imponiéndose
por sobre las manifiestas realidades objetivas. En este caso, haciendo
absolutamente artificial y letra muerta el orden jurídico civil.
José Ortega y Gasset advirtió
hace cien años esta actitud que ya entonces despuntaba en occidente: el subjetivismo
trepando por la borda ante el naufragio de las antiguas convicciones[2].
Para combatirla propuso una nueva epistemología[3]
que fuese un remedio a esa tendencia. La denominó el perspectivismo. Su célebre
metáfora de la naranja cogida por el observador implica observar una parte de
su contorno y negársenos el resto; y al cambiar de posición de observación, perdemos
la original perspectiva al ganar la que originalmente no observáramos. Sostenía
que, siendo la posición del espectador de la realidad siempre relativa, la
realidad objetiva es interpretada parcialmente desde una perspectiva y
circunstancia. Solo somos capaces de observar la realidad objetiva desde una
perspectiva; la nuestra. Pero la realidad sigue allá afuera de las subjetividades.
Esta propuesta orteguiana nos permite confrontar esta conducta delirante que
hemos descrito para que el individuo y la colectividad humana retorne a su cauce
de convivencia y equilibrio.
Cuando era niño padecía de
terrores nocturnos. Despertaba en la obscuridad y se me ocurría que la Calchona,
que era una bruja maléfica cuya existencia me habían referido en mis estadías
en el campo, se aparecería desde dentro del closet y me atacaría. Corría al
dormitorio de mis padres. Mi padre, noche a noche, racionalmente me convencía qué la
Calchona no existía y volvía a la paz del sueño.
La obscuridad de las certezas en
el mundo contemporáneo, llevan a la humanidad a un pensamiento mágico similar al
de la Calchona. Para enfrentar los despropósitos de la deconstrucción
idiomática debemos enfrentar la vehemencia totalitaria, sin indignaciones
morales, sino develando la ridiculez de aquellos artificiales conceptos. La
indignación moral, aunque la sintamos y legítimamente, nos separa como un
resorte de aquellos posesos de estas ideas delirantes. Debemos convencerlos,
que la Calchona no existe.
Junio de 2020
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