En la televisión, en la radio, en los discursos políticos, en la administración del Estado, en la judicatura, en la tarea legislativa; se impone el uso del lenguaje “inclusivo”. En su insobornable fuero interno, la mayoría de los usuarios encuentran una soberana imbecilidad tener que repetir “chilenas y chilenos”; “alumnas y alumnos”; “doctoras y doctores”. Pero los que se someten a este verdadero mantra, lo hacen para legitimarse ante los censores de lo políticamente correcto. Parecido a cuando los pobres alemanes cultos e inteligentes, durante el nazismo, debían levantar ridículamente la mano para decir heil Hitler al cruzarse con otras personas, para no ser sindicados como enemigos.
La censura
viene de la introducción a macha martillo de la “teoría de género”;
bodrio intelectual creado en los países nórdicos. En los años setenta del siglo XX, con el auge de los
estudios feministas, se comenzó a utilizar en el mundo anglosajón el
término género (ingl. gender) con un modelo
conceptual creado en y por la academia. Este constructo se ha extendido a otras
lenguas, entre ellas el español. En 2010, luego de un copamiento progresista,
la Real Academia de la Lengua Española le cambió el significado a la palabra
“género”. Desde luego degrada el
prestigio y credibilidad de la RAE, haber abandonado su tradicional rol de
espejo de los usos del idioma vivo, para mutar en vagón de cola del elitismo
académico que pretende esculpir la sociedad a las espaldas y en sordina de la
voluntad de los usuarios del idioma. Hasta antes de esta vuelta de carneo
de la RAE, las palabras tenían género (y
no sexo), mientras que los seres vivos tenían sexo (y
no género).
Así pues, en la “teoría” feminista, con la voz sexo se
designa una categoría meramente orgánica, biológica, y con el término género se
alude a una supuesta categoría sociocultural que implicaría -según la teoría-
diferencias o desigualdades de índole social, económica, política, laboral.
Llevado a su extremo, este constructo intelectual pretende imponer
la delirante idea que los sexos se han estratificado desde los confines de la
humanidad en una relación de señores (los hombres) y esclavas (las mujeres). En
su versión mas light también esta teoría comporta el concepto de conflicto
dialéctico entre sexos. Todas estas teorías subyacen sobre el dogma del
materialismo dialéctico en que la historia del hombre avanza a través del
conflicto dialéctico, tesis-antítesis-síntesis. Algo así como el dogma de la
reencarnación: hay que creerlo y punto y hay que amoldar la realidad al dogma.
Es el sexo
algo omnipresente en el mundo físico y espiritual del hombre, y tener claridad
sobre el mismo, es condición necesaria para tener conciencia de sí mismo. A la
inversa, tener confusión sobre algo tan omnipresente como el sexo, nos aleja de
nuestra individuación; nos aliena y nos aproxima a la animalidad. Y la claridad
nos la da principalmente, una creación civilizatoria que es posterior a la del
idioma y un producto de él: el concepto.
¿Cuándo,
además de estar viendo algo, tenemos su concepto? Cuándo sobre el sentir el
bosque en torno, tenemos el concepto del bosque, ¿qué salimos ganando con
hacerlo? Comparado con la cosa misma, el concepto no es más que un espectro, o
menos aún que un espectro. Jamás nos dará el concepto lo que nos da la
impresión; pero Jamás nos dará la impresión lo que nos da el concepto, a saber:
la forma, el sentido físico y moral de las cosas. En una palabra: la claridad. Claridad significa tranquila posesión espiritual, dominio suficiente de
nuestra conciencia sobre las imágenes, un no padecer inquietud ante la amenaza
de que el objeto apresado nos huya. Esta claridad nos es dada por el concepto.
Toda labor de cultura es una interpretación—esclarecimiento, explicación o
exégesis—de la vida. Claridad no es vida, pero es la plenitud de la vida. ¿Cómo
conquistarla sin el auxilio del concepto?[1]
A
mucha gente le parece meramente ridículo esto del idioma inclusivo, pero para
no parecer irrespetuoso o poco empático con las “oprimidas”, la usan. A menudo
este ceder y conceder a la estupidez es parte de una pereza de resistirse a
ella. Pero en todo caso es un grave error. A través de esta concesión ayudamos
a tender un manto negro sobre la comprensión del ser del hombre y su destino
ético y existencial.
Pero
la cuestión no es tan trivial e inofensiva. Conceder en este aspecto importa
hipotecar la claridad, y cuando se trabaja en educación en universidades y
escuelas la confusión y desorientación como imperativo es un fraude. Se engaña
que se está educando cuando en verdad se les está confundiendo a los educandos.
Un
ejemplo de resistencia lo está brindando en Canadá y los EEUU, el sicoanalista
Jordan Peterson. En Canadá se llegó al extremo de imponer por ley el uso de
artículos y pronombres para identificar supuestos terceros y cuartos sexos.
Peterson se rebeló a ello y señaló; dije,
y repito, que no voy a usar esos términos. Primero, porque la imposición de
palabras por ley es inaceptable y no tiene precedentes. Y, segundo, porque son
neologismos creados por los neomarxistas para controlar el terreno semántico. Y
no hay que ceder nunca el terreno semántico porque si lo haces, has perdido.
Ahora, imagine que ya hubiésemos cedido. Que hubiésemos aceptado que una
persona se define por su identidad colectiva, por cualquiera de sus fragmentos:
género, raza, etnia, el que sea. ¿Qué pasaría? La narrativa opresor-oprimido se
habría impuesto.
Y
Peterson no lo sostiene por pura maña: Las palabras son espadas de fuego al
servicio de la revolución. La frase es del filósofo marxista francés Louis
Althusser. A confesión de parte relevo de prueba.
Por
amor a la verdad: no a la estupidización del idioma; no al idioma inclusivo.
Felicitaciones, usted es de una claridad mental, meridiana.
ResponderEliminarConcuerdo con cada una de sus ideas expresadas con una redacción, perfecta.
Mil gracias