SOCIEDAD DERECHO
Y SEGURIDAD
Vivimos
una pública y notoria crisis de seguridad pública. Los ciudadanos desde
distintas categorías socio culturales, se quejan porque cotidianamente son
víctimas o temen serlo, de delitos que afectan sus propiedades y su integridad
física. Se dice y se repite: “La delincuencia es dueña de la calle”. La
burocracia Estatal que tiene potestades y responsabilidades, se defiende de las
críticas de diversas formas y con diversos argumentos. Con mayor o menor
talento y precisión, pero reconociendo la insuficiencia de sus esfuerzos y
aparatos. Tanto los diversos órganos del Estado, como organizaciones no
gubernamentales gastan recursos y talentos en identificar, cuantificar, prever
y disponer cursos de acción, que controlen el fenómeno, descompriman la presión
social, y reduzcan el problema. Los esfuerzos, que se extienden desde hace
largos años, no parecen eficaces, derechamente no son fructíferos y el problema
se agudiza. Se sindica el nuevo sistema penal, más permisivo y respetuoso de
los derechos de los delincuentes, como una de las causas principales de este
incremento.
Nos
quejamos de la delincuencia en Chile. ¿Ha leído lo que sucede en Salvador, en
Nicaragua, en Argentina, en Brasil, etc. etc.? La delincuencia en Latinoamérica
es una pandemia que está ahogando la paz y la prosperidad de nuestras naciones.
El
problema es complejo pues deriva de varias causas. Por tal razón se confrontan
opiniones sin posibilidad de consenso, precisamente porque razonan basados en
distintas causas. Todo ello en un ambiente de irritación colectiva por la
manifiesta inanidad del Estado para resolver el problema.
¿Cómo
hemos llegado a esto? ¿Cuáles es la clave para atacar el problema? Me referiré
a una cuestión qué en mi criterio, es la causa basal más relevante: el las
normas procesales penales, divorciadas de la ontología radical del derecho.
Como
primera cuestión es pertinente reflexionar sobre el ambiente en que la
delincuencia se desarrolla, atmósfera que llamamos “la sociedad”. ¿Qué es
una sociedad? José Ortega y Gasset se quejaba de los sociólogos de
principios del siglo XX, quienes, sostenía, no arrancaban por definir
claramente su objeto de estudio; “la sociedad” y se alineaban en “deberes
seres” de la sociedad, antes de definirla ontológicamente.
En
nuestro occidente, desde que florecieron las ideas que dieron lugar a la
revolución francesa, la perspectiva para analizar a la sociedad se radica en el
individuo. Se teoriza sobre “lo social” desde el individuo. Es el individuo y
su bien propio, el que se tiene presente; se teoriza, y se definen aspiraciones
sobre lo que la sociedad es y lo que la sociedad debiese ser, siempre desde el
bien individual.
Este
individuo, desde el que se observa a la sociedad; ha ido mutado desde
sociedades pretéritas hasta nuestra modernidad. En efecto, el hombre al reunir
el arcano de conocimientos que acumula desde el renacimiento, se percibe
potente; percibe que puede tener una vida buena y satisfactoria “liberándose”
de ataduras del pasado. Se percibe así mismo con un mayor control de los
fenómenos que lo rodean, control posibilitado por la técnica. Fenómenos que en
el pasado significaban una prisión vital y determinaban un condicionamiento
rígido de su vida tales como comer, calentarse en invierno, protegerse
físicamente de la naturaleza etc.; dan pábulo para una conducta más “libre”, menos
dependiente del poder, y de la sociedad. Esta sensación de mayor control sobre
las circunstancias, crece y crece sin parar desde el siglo XVI hasta nuestro
siglo XXI. Percepción que se hace cada vez más potente, naturalmente en
consideración al avance tecnológico, primero básico y después aceleradísimo. El
hombre ya no necesita de la sociedad, al menos en el grado que lo hacía en las
sociedades pre modernas.
Hitos
que posibilitan este cambio de perspectiva de la humanidad occidental: La
máquina a vapor, los medios de transporte (ferrocarriles, automóviles, barcos
auto propulsados, aviones), la medicina moderna, las telecomunicaciones; y a mi
juicio, la más relevante de todas; la píldora anticonceptiva. El individuo primitivo
coartado por sus circunstancias, deviene en uno que no tiene conciencia de
límites. Se comienza entonces a percibir a la sociedad y al Estado que la gobierna,
como un anexo de este individuo empoderado por tantos medios que le permiten
controlar sus circunstancias. La religión que era un asidero del hombre pre
renacentista que invocaba a la divinidad clamando miserere Deus, se rebaja a la categoría de códigos éticos de
comportamiento en la modernidad temprana, y finalmente cuando existen medios
suficientes para controlar sus circunstancias, el hombre moderno va abandonando
progresiva y aceleradamente su relación con la religión. Algo parecido es lo
que sucede con la institución de la familia – la última barrera del individuo-;
corriendo el siglo XX comienza a perder protagonismo y entrado en el siglo XXI
en los colectivos urbanos modernos prácticamente no existe.
Entonces
este hombre potente y auto valente para controlar sus circunstancias, se abraza
del concepto de los derechos. El hito jurídico fundamental de la modernidad, es
la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano cúspide de la
llamada Revolución Francesa. Desde el derecho romano que una institución
jurídica no había tenido tanta importancia en la vida práctica de tantas
personas.
Para
el tema que nos ocupa ¿Cuál es la relevancia de la Declaración Universal de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano? Desde su promulgación, la sociedad se mira
exclusivamente desde la vereda del individuo y de sus derechos. Y va
entonces paulatinamente ocultándose y finalmente olvidándose la evidencia
óntica que la sociedad no es más ni menos que todo lo contrario: la sociedad es una comunidad de deberes.
El hombre en sociedad, es por definición un individuo constreñido en sus
potencias. Si no fuese así, no podría vivir en sociedad. Las normas
jurídicas existen precisamente para constreñir y encausar las voluntades de los
individuos. Si no fuere necesario hacerlo, el derecho no existiría. Pero como
señalé, el fenómeno de la sociedad se observa exclusivamente desde la
perspectiva del individuo, y los derechos definidos por la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano son la proa que rompe este
espeso líquido de los deberes sociales. En términos abstractos y como modelo
teórico, se podría decir que es posible una sociedad sin derechos, pero es
imposible una sociedad sin deberes.
Como
cualquier estudiante de primer año de la carrera de derecho sabe, todo derecho
importa un sujeto activo y un sujeto pasivo. Establecer un derecho es igual que
estampar en una lámina una figura cóncava; esta siempre proyectara por su
reverso, una figura convexa. El sujeto activo es el que ejerce el derecho, el
sujeto pasivo el que soporta el deber contra fáctico de ese derecho. Esta
verdad axiomática tiende a ser mañosamente inobservada y el resultado de ello
es una grave confusión. Se habla demagógicamente de “extender derechos”
pero se omite expresar quien soporta la extensión de los deberes contrapuestos.
El “mono de trapo” de este ejercicio dialéctico es el Estado entidad persona
jurídica ficticia que recibe este presente griego de asumir “generosamente”
tales deberes. Pero se obscurece la evidencia que el Estado somos todos los
demás. Al imponerse un derecho con un sujeto pasivo difuso, todos los demás
perdemos una cuota de libertad. Somos menos soberanos.
En
esta confusión edificada de medias verdades se involucran diversos liderazgos
sociales: Autoridades religiosas opinando en temas que no dominan y con cuyas
conclusiones quieren hacerse amables por su grey; imperialismos que usan como
caballo de batalla los derechos humanos, como medio de debilitar a naciones eventuales contendoras
de su poder (conducta inequívoca de toda realpolitik) ; políticos que bordeando
o involucrados en conductas demagógicas, desean hacerse amables y populares o
rehuir a la antipatía de una cultura hedonista que elude los deberes;
autoridades judiciales que conociendo el numen de la doctrina jurídica de
siempre, expresan en sus fallos empobrecidos de sustancia doctrinaria, obsecuencias
sospechosas con el poder político. Y lo que es peor de todo lo anterior;
autoridades académicas en el ámbito del derecho, que deberían ser las llamadas
a sacarnos de este atolladero conceptual, que perdieron el hilo del
razonamiento jurídico fundamental.
Derechos,
derechos y más derechos. Con apellidos cada vez más abstrusos y alambicados: Derechos humanos. Me pregunto; ¿habrá
acaso un derecho que no sea humano? Desde luego los animales no tienen derechos
porque no pueden ejercerlos. Derechos
sociales; ¿habrá acaso hoy un derecho que no sea social? En regímenes
pretéritos se podría decir que sí, pero tales instituciones no se llamaban
derechos; se llamaban fueros, privilegios o prebendas. Pero en un régimen
constitucional como todos los contemporáneos, los derechos no pueden sino ser
sociales.
Entonces;
si la confusión nace en el ámbito de la sociedad por culpa de una indefinición
óntica del derecho, hagámonos la pregunta obvia: Qué es el derecho.
Definición tradicional; un cuerpo de normas dotadas de la potestad de imponerse
coercitivamente. ¿Y por qué se deben
imponer coercitivamente? Pues porque – para la sobrevivencia de la sociedad- se
trata de vencer la voluntad contraria, y eso es lo que diferencia a las normas
jurídicas de las normas morales. Las normas morales pueden cumplirse; las
normas jurídicas deben cumplirse
Entonces
pues debemos reconocer una evidencia hoy difusa: la voluntad del individuo,
no coincide con la voluntad de la sociedad expresada a través de las normas
jurídicas. Esta evidencia se oculta para ser obsecuente con el moderno
fenómeno de la “rebelión de las masas” que describe Ortega hace un siglo atrás.
En Chile y en Latinoamérica los liderazgos y los ordenamientos jurídicos pretenden
tapar el sol con el dedo. Y esto tiene por consecuencia la grave irritación que
sufre la sociedad latinoamericana que constata cotidianamente la ineficacia del
Estado para reprimir conductas destructivas.
¿Cómo
se manifiesta este dedo tapando el sol?: Instituciones jurídicas meramente semánticas,
mal definidas o derechamente indefinidas ontológicamente, que eludiendo su
función teleológica - regular y controlar lo que es la esencia de la sociedad –
su rebelión siempre implícita-, pretenden “moralizar” al colectivo a través de
las normas jurídicas, tal como lo pretendió puerilmente don Mariano Egaña en el
albor de nuestra República con su llamada Constitución Moralista. Chorros de
tinta han caído sobre páginas de doctrina de derecho constitucional, que se
refieren a este fenómeno como el de los “derechos
semánticos”.
Existe
una información velada hoy por la prensa políticamente correcta: El Pacto de
Costa Rica también llamado Convención Americana Sobre Derechos Humanos, es una
convención que Chile y casi todos los países de América son suscriptores y
obligados a ella. Esta convención restringe en diversos ámbitos la potestad
coercitiva de los estados nacionales. ¿Sabe que países americanos no son parte
de esta convención? Adivine: Cuba y Venezuela - lo que es obvio-. ¿Sabe quién
más? Estados Unidos y Canadá. ¿Por qué? Pues resulta evidente. En esas cuatro
naciones, simpatice o no usted con sus idearios tan opuestos unos de otros; sus
gobernantes no están dispuestos a enajenar la potestad estatal esencial. Se dan
cuenta que para una sociedad y para el Estado que su órgano conductor, enajenar
su potestad de reprimir las conductas destructivas de modo ilimitado, es
perfectamente suicida.
Muchas
instituciones jurídicas especialmente nuestras flamantes normas de derecho
procesal penal, han perdido la brújula de la ontología jurídica. Han devenido
en códigos moralizadores. He ahí la clave de su manifiesta ineficacia. El
problema no es en absoluto teórico y no admite demasiada demora en corregirlo.
Las disquisiciones de los teóricos del sistema procesal penal, tienen similitud
al de los teólogos de Bizancio cuando se preguntaban, cuantos ángeles cabían en
la cabeza de un alfiler, teniendo a la ciudad sitiada por los Turcos. Hoy la
delincuencia asola los espacios públicos y no se quiere reconocer que la causa
de ello es la total impunidad de sus conductas por un sistema creado en
laboratorios de ciencias sociales teóricas. Conceptos tales como, la
prohibición que las policías tienen de practicar cualquier “trato degradante”
con los detenidos aunque estos lo sean sorprendidos en delitos flagrantes; la
prohibición de la detención por sospecha; el derecho punitivo como medio de
reinserción de los delincuentes a la sociedad; son verdades sacrosantas del
derecho penal y procesal penal en vigencia, que inspira menos credibilidad que
las tesis sobre el sexo de los ángeles. Simplemente lo que propician, o no es
verdad, o no funciona, o no existe. ¿Lo que expreso es una verdad desagradable?
Ya lo creo. Pero sucede que el derecho punitivo no es para agradar a nadie. Es
más, digámoslo con todas sus letras: La prisión preventiva ha sido es y será en
la práctica una consecuencia punitiva de conductas antijurídicas. Si no se
entiende así, y se aplica el espíritu de las convenciones internacionales sobre
“el derecho a la libertad provisional” se condena al sistema punitivo a su
manifiesta ineficacia como represor de conductas lesivas a la sociedad. Pocos
quieren “ponerse colorados” y decir esta verdad que cae de madura.
Contaré
una experiencia profesional particular que nos abre a una verdad aún más
desagradable: En el año 1980 efectué 4 meses de práctica profesional, necesaria
para optar al título de abogado, en la antigua Penitenciería ubicada en calle
General Mackenna en Santiago, hoy desaparecida. No pude concluir los 6 meses
mínimos de esa práctica, en razón de trasladarme a residir en el sur del país.
Como los postulantes eran pocos, los dos días por semana obligatorios de
concurrencia, se extendían a tres y hasta cuatro para poder absorber la enorme
carga de trabajo. Se trataba de sostener la defensa de los delincuentes que
ningún abogado estaba dispuesto a defender, es decir al último escalón de la
escala social. Pasaron pues por mis manos, supervisado obviamente por el
abogado tutor don Alvaro Larraín, cerca de trescientos expedientes de causa
criminales, la gran mayoría hurtos, robos con intimidación y robos con fuerza. La
rutina de estas causa criminales era típica. El delincuente caía, soportaba un
período de “prisión preventiva” cuya duración estaba dada por el criterio del
juez y de la Corte y en la práctica no era preventiva sino punitiva, asociada
al mérito y gravedad del delito. Es decir era una “pena chica”. El reo (así se
llamaba) salía en libertad y ordinariamente reincidía o no cumplía las
condiciones del beneficio de la libertad, y retornaba a la Penitenciería que
era como su segunda casa. No exagero al señalar que en más de la mitad de los
casos que tramité, los reos hacían denuncias contra la policía señalando que
habían sido objeto de torturas y apremios ilegítimos. El objeto de su denuncia
era desvirtuar lo declarado bajo apremio, declaración que era la llave que daba
acceso a la verdad de lo sucedido, a la identidad de las bandas y asociaciones
criminales. Los reos me explicaban con lujo de detalle los procedimientos de
apremios; “el barrote” que era un palo que se pasaba por la espalda bajo las
axilas y se les amarraba en las muñecas, con el cual el delincuente era izado
en vilo por horas, hasta que se allanaba a explicar el nombre, residencia de
sus coparticipes en el delito investigado, su participación en otros delitos,
el nombre de los reductores de especies etc. etc. Otro método era la “sábana
mojada” con la cual eran flagelados; y la reservada para los más duros:
impulsos de corriente continua en los testículos con el cuerpo mojado. Todo
además de explicármelo personalmente, constaba en el expediente. ¿Qué sucedía
luego de la denuncia? El Juez citaba a un “careo” (que es una comparecencia de
dos testigos contradictorios para concluir en una versión única) entre el
delincuente y el agente de policía supuestamente autor de las torturas. Y la
cosa quedaba “ahí no más”. El Tribunal indefectiblemente ordenaba archivar la
denuncia por no haber quedado acreditada. En realidad, por lo general solo
sufrían de manera efectiva los apremios, los delincuentes primerizos; los que
llevaban años en la carrera criminal no se arriesgaban a una nueva “sesión” y
declaraban “voluntariamente” ante la sola amenaza de apremios que ya habían
conocido. Cualquiera que desee confirmar lo señalado puede pedir el desarchivo
de esos miles de expedientes tramitados en esos años; están en el archivero
judicial. Tal práctica me señalaba mi abogado tutor, era usada desde tiempos
inmemoriales.
Resulta
sorprendente, por decir lo menos, constatar que varios de esos jueces que
entonces hacían la “vista gorda”, actualmente y en pasado reciente, ejerciendo
en estrados de Tribunales superiores, han participado en condenas por hechos
similares pero con connotación política, que ocurrieron en esos mismos años.
Lo
mismo que la mal llamada “prisión preventiva” debemos decir lo que resulta
evidente y manifiesto, y que hoy es tabú: En el ambiente de los delitos y
delincuentes habituales, la eficacia investigativa de la policía se fundaba ordinariamente
en el ejercicio de los apremios físicos o en la amenaza de ellos, dada la
naturaleza conductual de ese tipo de delincuentes. Prohibida y penada como
delito de “lesa humanidad” esas conductas, la eficacia de las policía se ha
visto reducida a la mínima expresión.
Ni en estrados, ni en la academia,
y menos en los foros políticos; se tiene la fortaleza moral de destapar esta
olla “pestilente” que importa la cruda realidad:
1. En Chile y
en Latinoamérica, sea por idiosincrasia o carencias culturales, un porcentaje
importante de la sociedad no tiene empatía social. No respeta ni está dispuesta
a respetar los derechos de los otros individuos que componen la sociedad.
2. Lo anterior
es derivado de factores culturales, y de la naturaleza egótica del ser humano
(las hormigas y las abejas no tienen este problema hasta donde sabemos).
3. En la
modernidad el fenómeno está potenciado por el facilismo de la vida cotidiana
que ha permitido el desarrollo de la técnica.
4. Por lo
anterior y en términos generales, para que perviva la sociedad, se requiere de
un mecanismo jurídico que permita al Estado reprimir eficazmente a los autores
de las conductas lesivas a los derechos de los demás.
5. En nuestro
ordenamiento y en Latinoamérica en general, las normas sustantivas de derecho
penal existen pero tienden a ser letra muerta, sin los mecanismos que permitan
su imperio.
6. Instituciones
del actual derecho procesal penal, tales como la libertad provisional como
derecho absoluto, la prohibición de darle tratos degradantes a los
delincuentes, la presunción de inocencia a todo evento, la prohibición de
detención por sospecha de los agentes del Estado; afectan gravemente la
eficacia del Estado para cumplir su labor de resguardar los derechos de los
ciudadanos que respetan los derechos del resto de la colectividad.
7. Mientras
imperen esas instituciones “rosadas”, todo intento de detener la “puerta
giratoria” del ciclo delictual (autoría, detención, libertad provisional,
reincidencia), resultará completamente ineficaz.
8. El fenómeno
descrito abre las puertas a todo tipo de conspiraciones y sediciones contra el
monopolio coercitivo del Estado, permitiendo que surjan y se protejan poderes
de fuerza coercitiva ajenos al estado y contrarios a sus fines (Las FARC,
Sendero Luminoso, grupos subversivos de la Araucanía, etc. etc.)
9. La Realpolitick
de potencias extranjeras, que reprimen eficazmente la subversión en sus
ordenamientos internos, ayudan a legitimar los grupos subversivos en
Latinoamérica, confiriéndoles estatus paralelos a los estados nacionales que
pretenden. Así las potencias foráneas pretenden perpetuar la condición de
Latinoamérica, como “el continente del futuro” e impedir que sea la potencia
del presente. Perpetúa la inestabilidad
de tus potenciales enemigos y perpetuarás la paz conveniente para tu nación.
10.Existen
partidos políticos de diversa tendencia que son parte de la orquesta de la
realpolitick foránea, tales como el PRI mexicano o el PC chileno.
Y digo “no se tiene la fortaleza
moral” porque se elude la realidad para respetar los tabúes de la sociedad
ideológicamente vinculada a paradigmas del liberalismo decimonónico o del
marxismo del pasado siglo.
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