PARA QUE
FILOSOFAR
¿Para qué
pensamos? ¿Qué sentido tiene la reflexión en el devenir humano? La respuesta a
estas preguntas pareciera muy simple: Pues para entender lo que nos ha
sucedido, nos sucede y nos sucederá, y poder conducirnos según los objetivos
que nos planteamos. ¿Qué es la escritura y el idioma? ¿Para qué escribimos?
También la respuesta es obvia: El idioma es una convención que permite
comunicarnos y entendernos; la escritura es un conjunto de símbolos gráficos
que significan lo que hablamos; y escribimos para darnos a entender. ¿Para qué
es la filosofía? ¿Para qué filosofamos? La respuesta es algo más compleja. La
filosofía es para entender. ¿Entender qué? Pues los fenómenos más complejos del
devenir humano; y a dicho fin, filosofamos. Todo lo anterior, que resulta tan evidente;
no lo es tanto si analizamos las motivaciones del pensamiento contemporáneo.
En la
Francia del siglo diecinueve se acuñó el concepto de épater le bourgueois, que Unamuno tradujo en su sentido figurado
como la actitud de pedantería que procura dejar
turulato al hombre común oponiendo
la realidad aprendida más en libros y en laboratorios, a la percepción sensorial
directa; tal como, cuando el bachiller afirma muy serio y tiritando en la noche
helada, que el frío no existe. En Chile de la misma época se acuño el término siútico, originaria de la palabra
inglesa suit – traje- que se usó para referirse al futrecito, quien retornaba
de Europa a nuestro pobre y vulgar Chile, enfundado en el traje comprado en
París o Londres, presumiendo de descreído y de superioridad intelectual. En
ambos estereotipos, lo que se pretende es, denunciar la banalización del
sentido común – aquel producido intelectual emanado de la directa y simple
observación de los fenómenos del mundo – y sustituirlo por abstracciones
complejas y difícilmente comprensibles para el común de los mortales, emanadas
de la actividad intelectual académica.
En los cenáculos
académicos contemporáneos, se han derramado decalitros de tinta para definir
pomposamente la postmodernidad.
Generalmente se reflexiona, ya no sobre la realidad, sino sobre otras
reflexiones precedentes – las de la modernidad – reaccionando a ellas. Se
escriben libros con lomo sobre la decontrucción
lingüística. Término acuñado por un francés-argelino, Derridá; que ha causado
las delicias de los cenáculos referidos, más aún porque resulta muy, pero muy
difícil entender lo que este señor ha querido realmente decir – probablemente
para él también es casi imposible entenderse-, pero paradojalmente aquello es lo
que lo hace más valioso a los ojos de los pensadores
postmodernos.
Así pues, la postmodernidad académica no le ha quedado tiempo
para pensar la realidad misma, porque es tan compleja, extensa y detallada la
crítica a las ideas de la modernidad, que no le queda tiempo. Cada nuevo
pensador debe dejar estampado algún “ismo”, que busca dar al traste con el
anterior, y marcar un “quiebre” de los tiempos. Las discusiones académicas son
comparables a las disputas de los teólogos de Bizancio sobre la cantidad de
ángeles que cabían en la cabeza de un alfiler.
En el
contexto de la siutiquería académica descrita, que no se interesa la realidad
humana fáctica, el hombre de la calle de divide desordenadamente entre derechistas
e izquierdistas, materialistas y espiritualistas, ateos y creyentes,
progresistas y conservadores, demócratas y autoritarios; se confrontan incompletas
y no muy coherentes visiones del mundo, sin poder precisar de modo muy claro y
categórico, sus reales diferencias. En esto, la actividad académica brilla por
su ausencia. De pronto cuando baja desde el olimpo académico hacia la sociedad,
lo hace a través de las encuestas y metodologías de investigación social, que
son a mi juicio, un ramillete de prejuicios que buscan datos para confirmar
esos mismos prejuicios.
Los más audaces post modernos hablan del fin de los relatos para referirse al
colapso de las visiones del mundo que animaron intelectual y desordenadamente
al siglo XX. Una tesis que esconde un razonamiento vulgar que parece decir: Yo fui marxista, creí en el materialismo
dialéctico y como eso resulto ser empíricamente equivocado, ahora no creo en
nada. Pero como nadie debe saberlo de mis errores digo; no existe nada y nada
se puede entender. Los intelectuales
de la modernidad no es que se hayan equivocado, simplemente cambiaron su manera
de pensar. Y como no tienen ninguna idea sobre lo que es el mundo, pues resulta
que no existe nada.
Pero los
planetas y galaxias siguen girando, y la naturaleza humana sigue siendo la
misma desde las cavernas, de manera que lo honesto intelectualmente sería
decir: “He caído en cuenta que la escolástica, el romanticismo alemán, el
materialismo dialéctico etc. estaban objetivamente equivocados, o no me
alcanzan para comprender la complejidad de los fenómenos del mundo. Y nuestra
actitud debería ser como aquella que se describe cuando perdemos en los sorteos
de azar; “siga participando”. En
efecto, debemos hacernos cargo de aquella “pesada carga del hombre blanco” que
hablaba Kipling y seguir filosofando, tal como lo ha venido haciendo el hombre
desde las costas de Anatolia hace 25 siglos. No vale pues enfurruñarnos como lo
hacen los cenáculos postmodernistas, con aquello de “la realidad no existe”.
Nos lo advirtió Hobbes en su introducción al Leviatán “la sabiduría se
adquiere no ya leyendo en los libros sino en los hombres”.
José Ortega
y Gasset filosofo condenado deliberadamente al ostracismo por la siutiquería
académica antes referida, reflexiona en un ensayo que intituló “Creer y Pensar”
desarrollando un concepto, esclarecedor a mi juicio, sobre el problema agonal
que vive la modernidad, donde hace más de un siglo, se enfrentan los contendores
de las ideas escasamente precisadas. Sostiene Ortega que las ideas se tienen, pero en
las creencias se está. Las etapas históricas se identifican como tales por creencias
unívocas desde las cuales sus testigos adquieren ideas-ocurrencias. Desde
un habitante del medioevo europeo, hasta un renacentista conquistador de
américa, la creencia en Dios uno y trino, que vino al mundo en la persona de
Jesucristo, y que nos juzgaría al final de nuestros días conforme a nuestras
conductas en el mundo; era una creencia real y unívoca, esto es, compartida con
la misma significación por varios individuos. Las personas pensaban y tenían
ideas desde dicha creencia. Es lo que
los teólogos llaman la fe viva. Más adelante, desde que Newton y Kant
expresaron sus ideas, la cultura occidental y tras ella el mundo entero,
adquirió la creencia en la razón humana,
como el medio suficiente y necesario de enfrentar y solucionar los misterios
del mundo. Una idea que nos acompaña cotidianamente: La idea de progreso y desarrollo; nace precisamente
desde aquella creencia en la razón humana.
Pero así
como la sociedad, en general y en promedio, no tiene la fe viva de los medioevales, en cuanto que esta vida es un valle de lágrimas para arribar a la otra
vida que está después de la muerte; tampoco la sociedad post caída de la
cortina de hierro, profesa una fe viva en el progreso y desarrollo como herramienta infalible que nos llevará a
un estado mundano del non plus ultra.
En los
tiempos que corren, ambas creencias descritas precedentemente, se nos aparecen
como visiones ingenuas e incompletas para develarnos y solucionar los problemas
del hombre, del mundo y de la sociedad contemporánea. Y lo que es más
manifiesto y cotidiano: no alumbran a la voluntad humana en la respuesta al, que hacer con mi vida en este mundo. Debo
precisar, qué si bien podemos tener ideas
sobre la existencia de Dios o sobre las aptitudes de la razón humana para
develar los misterios de la existencia, el hombre del mundo contemporáneo en
general y en promedio, ya no está en la creencia en Dios o en la
razón. Los contemporáneos ya no pensamos desde la creencia en Dios o en
la razón humana.
¿Qué
pensaría el lector si el que escribe estas letras afirmase que vivimos en una
etapa histórica agónica? Sin duda se le vendría a la cabeza pensar que estamos
próximos a la muerte o colapso de algo o de alguien. Sin embargo, con rigor
lingüístico constatamos que la palabra agonía
encierra un sentido ambiguo, por cuanto significa también lucha, contienda, oposición entre dos fuerzas. Y desde luego se
relaciona esto último con la agonía
en el sentido común y vulgar que damos a la palabra, por cuanto es ésta una lucha entre la vida y la muerte que un
ser cualquiera podría experimentar. Pero la lucha de las ideas en el mundo
contemporáneo es una agonía que carece de la precisión de moribundo versus
muerte. Aquí se enfrentan visiones del mundo que ambas dos están en estado de
descomposición. Es eso lo que hace tan confusa la kulturkampf de los tiempos que corren.
La cuestión
antes expresada se devela y desnuda cuando diseccionamos los supuestamente
grandes conflictos ideológicos de nuestro tiempo.
La frontera
entre ateos y creyentes es completa y totalmente difusa y confusa. El
Papa de Roma, las autoridades eclesiásticas, curas y hasta teólogos,
supuestamente creyentes, a menudo reflexionan menos, desde la creencia en una
inteligencia creadora y gobernadora del mundo, de como lo hace un ultra materialista,
físico cuántico.
Quienes
abrazan las creencias en el materialismo carente de un Dios creador, se
encuentran perplejos al evidenciar la ciencia empírica que la unidad de la
materia eventualmente no existe. Células, moléculas, átomos; son conformados
por sistemas atómicos que se descomponen hasta no se sabe bien que fracción, y
no se ha podido determinar la materia
prima o unidad básica de la
materia. ¿Cómo pues entonces se puede profesar la fe materialista y no tener en
claro la existencia misma de la materia?
El
progresismo desarrollista nos habla confusamente de un futuro que será el non
plus ultra de la paz y la prosperidad, pero la ciencia moderna es incapaz de
controlar sus límites y la tecnología, así como soluciona problemas crea otros.
Ejemplos de ello son muchos. Uno de ellos, el consumo de energía: Las
sociedades “desarrolladas” son
incapaces de controlar el derroche precisamente porque su prurito es el
consumo. Se degrada, no solo los recursos del planeta, sino la vida humana
misma, a través del incremento del consumo que es el objetivo declarado del desarrollo. Una reflexión algo frívola
reza “Se gastan millones en conocer otros planetas y billones en destruir el
que tenemos”.
Mi tesis: el enfrentamiento agonal de las ideas en el
mundo contemporáneo es más aparente que real. El progresismo de izquierdas y
derechas es una misma merienda con distintos grados de cocción. Sus análisis de
los fenómenos son de una superficialidad irritante, que se manifiesta en su
incapacidad evidente para dar luz a las causas de los fenómenos sociales e individuales
del mundo contemporáneo.
Si es
cierta aquella creencia hegeliana de que las ideas son frutos de síntesis de
ideas antagónicas, debo entender entonces r que estamos muy lejos de una
síntesis esclarecedora, porque las ideas que se enfrentan en los tiempos
actuales, no resultan antagónicas en su fondo.
Me explico:
Liberalismo y socialismo tienen premisas más o menos idénticas que para mí
resultan falaces: El hombre es meramente el fruto de su circunstancia, o más
bien, es la sumatoria de sus circunstancias. El hombre está preso en ellas y se
libera cuando las circunstancias le permiten liberarse. Entonces pues, para
ambas corrientes de pensamiento, el ambiente social hay que tratar de ordenarlo
a un ambiente en que el individuo se encuentre “libre”. Paradojalmente ese
ambiente debe garantizar “seguridades” para el desenvolvimiento del individuo.
La sociedad entonces debe ser un sistema organizado que respeto los derechos de
los individuos.
Pero sucede
que existe evidencia que el hombre es
una cosa mucho más compleja que la sumatoria de sus circunstancias. Si lo fuese
sería el problema de su existencia lo tendríamos solucionado hace tiempo.
Entonces pues, en tanto el debate se centre en definir aquello que en alguna
etapa de la filosofía se ha denominado la metafísica del ser del hombre,
deberemos ser testigos de un debate inane y carente de sentido para los
espíritus más perceptivos.
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