Me prometí no involucrarme en el debate del cincuentenario del 11 de septiembre
de 1973, por la extrema dificultad de llegar a conclusiones ecuanimes de la experiencia
real de aquel evento, mientras los
que lo vivimos estemos presentes. Etimológicamente digo que soy un experto
en aquel fenómeno histórico. Es así, porque experto es quien tiene la
experiencia. Viví los factores que le generaron, el desarrollo de los acontecimientos y sus
consecuencias. No puedo referirme a ello sino como una experiencia biográfica.
Y como la vida es una sola y los afectos y desafectos nos acompañan como la
sombra al cuerpo, es difícil ser ecuánime.
Por lo anterior, esta crítica será muy breve. Aspiro sirva para que los lectores del libro de mi
generación, a la mitad del libro no estén tentados en lanzarlo lejos, por
no representar su perspectiva, en aquel tema tan candente aún. Les sugeriría que
no lo hagan, porque es un buen libro. Yo no lo hice. Llegué al final de su
lectura.
El esfuerzo de Mansuy es enorme, en el sentido de un intento muy difícil –
diría casi imposible- de mantener un eclecticismo y ecuanimidad en el relato.
Su intento es observar y enjuiciar el fenómeno desde un panóptico ascético de
pasiones. Literariamente el libro es de buena calidad y representa un plausible
esfuerzo académico, por la cantidad y lucidez de las experiencias personales
descritas como pie de página.
Pero la obra adolece de una cojera, que a mi juicio grave. Y dice
relación con el silencio de las conductas implícitas de los principales actores de la
tragedia: la izquierda revolucionaria de la UP, y la democracia cristiana revolucionaria
que gobernó sin contrapesos, en el período inmediatamente anterior al triunfo de
la unidad popular.
Se arrastraba Chile desde el gobierno de Carlos Ibáñez y de Jorge
Alessandri, en una situación de deterioro persistente y constante de las
condiciones de vida de una parte muy importante de la población. No es el lugar
para describir cuestiones económicas y sociales muy bien descritas por muchos
autores. La modernización entendida como una mutación e incremento de las expectativas
de la población, fue un parto doloroso en Chile. Se manifestó en un crecimiento
exponencial e inorgánico de las poblaciones urbanas, un deterioro de las
condiciones de vida en la población agraria y la pérdida del impulso nacional
de otros tiempos pretéritos. Las razones de ese fenómeno son muchas, complejas
y por su puesto exceden el sentido de estas letras.
Dicho aquello, una fracción dominante de la élite política fijo un
diagnóstico: Chile se deterioraba a causa de la estructura social del país. Los
problemas de Chile se solucionarían en la medida que se cambiasen esas estructuras
sociales. Y como herramienta para ello, cambiar las estructuras económicas. El
diagnóstico hegemónico era que Chile vivía una dualidad injusta que era
urgente e imprescindible cambiar. Había en Chile según tal diagnóstico, víctimas
y victimarios de aquel indeseable estado de cosas. El remedio pues, era
purgar a Chile de los victimarios y reemplazar la estructura social y económica,
por una que traería, paz y prosperidad. La antigua formula revolucionaria de cosificar y clasificar como lo hace un entomólogo, a los seres humanos. En la elección presidencial del año
1964 se enfrentaron, sin contradictores, dos posiciones ambas revolucionarias: quienes abogaban por una llamada revolución
en libertad y quienes proponían una revolución proletaria, bajo
las recetas e ideas que aportaba el marxismo escolástico.
Se vivía entonces con ferocidad la guerra fría, que enfrentaba a las
potencias hegemónicas de entonces, EEUU y la URSS. Tal enfrentamiento se vivía,
bajo el temor real y cotidiano de una demencial guerra nuclear que estuvo a
punto de estallar en 1962 con la crisis de los misiles. Ambas hegemonías tenían sus corifeos en el frente local.
Triunfó en 1964, la propuesta de la democracia cristiana, públicamente apoyada
por Estados Unidos, y aplicó en su mandato, una drástica revolución a través de
la reforma agraria, que prometía mejorar la producción y productividad agrícola, propiciaba la intensificación de la estrategia de desarrollo industrial, protegida a través
de aranceles altos que impedían las importaciones y exportaciones, y planificación económica
que imponía control de precios. La ley de reforma agraria y su patético diseño reglamentario, fue obra de un líder demócrata
cristiano que sería un actor relevante en esta tragedia: Patricio Aylwin
Azocar.
El resultado de aquel experimento fue un rotundo y dramático fracaso, del cual, hasta
el día de hoy, nadie se ha hecho responsable. El país continuó su deterioro y los
niveles de pobreza se incrementaron. El gobierno demócrata cristiano, a pesar de disponer de un alto
precio del cobre, única fuente de divisas; no pudo mejorar la situación
económica y agudizó los odios ya existentes a causa de los
expolios causadas por la reforma agraria, cuyo único efecto, aparte de la ruina de los expropiados, fue mayor pobreza
en el agro, y deterioro de la productividad de esa rama de la economía. La
hacienda pública debió recurrir al consabido mecanismo de emisión inorgánica del peso para cuadrar las cuentas, incrementando la
inflación y el deterioro de la capacidad adquisitiva de los que vivían de un
sueldo, que entonces eran la gran mayoría.
La inestabilidad social derivada de la pobreza, falta de oportunidades y
empobrecimiento de quienes, hasta antes de ese gobierno no eran pobres, intensificó
la odiosa polarización del país. Las elecciones de 1970 se vivieron como una
guerra de vida o muerte. Allende obtuvo una mayoría relativa por escaso margen
sobre el candidato que reusaba a continuar con los experimentos
revolucionarios. La democracia cristiana, reflejando su fracasado gobierno,
llegó en tercer lugar en aquella triste disputa electoral.
Es aquí donde el libro de Mansuy no cumple con el objetivo de traer
claridad sobre el fenómeno analizado, porque soslaya ese clima que nublaba el
horizonte de Chile. Y que, probablemente, habría condenado al fracaso, a cualquiera
que hubiese sido, quien asumiera la presidencia de la república.
Salvador Allende, desde el inicio de su carrera política, navegó en
posiciones de izquierda, e integraba un partido, el socialista, fundado por su
pariente Marmaduque Grove, que arrancó como un partido reformista bajo la inspiración
de otros movimientos latinoamericanos, en particular del APRA del peruano
Víctor Raúl Haya de la Torre. Disputaba en sus inicios, a horca y cuchillo, la
preferencia de las clases populares, al Partido Comunista. Al poco
andar y como consecuencia de la revolución cubana de 1959, adhirió al marxismo
leninismo, como ideología para inspirar su praxis. En el Chile polarizado de
1967, aprobó en su tristemente célebre Congreso de Chillán, como método de praxis política,
el leninismo Guevarista y proclamó su intención de superar, la democracia
burguesa para imponer la sociedad socialista, si era necesario, por la fuerza de
las armas, y aceptar la fórmula de la revolución violenta al estilo del asalto
al palacio de invierno. Salvador Allende era parte de esa metamorfosis
revolucionaria. Cuesta entonces compatibilizar aquel Allende
republicano, demócrata y amable con las soluciones pacíficas que retrata el
libro, lo que lleva al lector a una perplejidad sin explicaciones plausibles.
Y, creo yo, esa confusión se deriva del ocultamiento del Allende real. Aquel
que indultó a los terroristas al iniciar su período, y que, en febrero de 1971,
tenía entre sus guardaespaldas, a varios de aquellos terroristas indultados, dentro
de los cuales estaban los hermanos Rivera Calderón[1].
Ambos hermanos Rivera Calderón, semanas después, siendo aun integrantes de la
guardia pretoriana presidencial llamada GAP, asesinaron a sangre fría a Edmundo
Pérez Zujovic, en una ejecución revolucionaria, supuestamente por su responsabilidad
como ministro del Interior de Frei, en un incidente en Puerto Montt, en que
fuerzas policiales dieron muerte a activistas revolucionarios en 1967. El amable
y democrático Allende, envió entonces a Eduardo Coco Paredes, su amigo y
director de la policía de investigaciones, a cazar a los Rivera Calderón, quien asesinó a ambos hermanos en un enfrentamiento, uno de los cuales se había rendido y
tenía las manos alzadas cuando Paredes lo acribilló. Huelga decir por orden de
quien.
Mansuy y los intelectuales de izquierda que el libro cita
latamente, se preguntan y preguntan sin respuestas plausibles, como fue posible
que aquel Allende empático con la tradición republicana, no haya sido capaz de detener
la polarización suicida para la Unidad Popular, en los restantes dos años que
duró su gobierno. Retrata el autor, a un Allende, como un barco de papel
agitado por las enormes olas de odio y desquiciamiento revolucionario de sus
partidarios.
El odio, dice Ortega y Gasset, es un cruel
resorte de acero que impide al observador, aproximarse y conocer la realidad observada. En
aquel Chile esquemáticamente ordenado entre víctimas y victimarios, ese odio,
aquella pasión pútrida a la que tantos fuimos arrastrados, era la emoción
dominante, tanto en el Allende candidato del Frente de Acción Popular en 1964, como en el Allende
candidato de la Unidad Popular en 1970, y desde luego en el Allende presidente entre 1970 y
1973. Ese odio y resentimiento hacia sus hermanos chilenos, que en su esquema
mental eran los victimarios de la época, es el que inspira su odiosidad
expresada en sus discursos (casi todos disponibles en audios grabados). ¿Cómo
es posible que el autor del libro, no los haya escuchado o los haya soslayado
en su análisis? Son particularmente ilustrativos sus exhortaciones en contra de
Agustín Edwards Eastman, quien debió autoexiliarse para protegerse a él y a su familia, de la
escalada de odiosidad inspirada personalmente por Salvador Allende Gossens.
Efectivamente como señala el autor, era un histrión seductor. Yo personalmente lo presencié en
acción en dos episodios domésticos, que no viene al caso relatar y que me
inspiraron admiración y simpatía por su pachorra. Pero lo relevante de contestarse es, ¿quién era el Allende hombre de Estado?
¿Aquel que amenazó de muerte al director del diario El Clarín, cuando este
desafiaba su narrativa? ¿Aquel que nombró a Eduardo Coco Paredes en la dirección de la policía de Investigaciones, un sicópata asesino y torturador,
del que los apologistas y relatores de la UP, se olvidan y ocultan exprofeso?
Efectivamente, Allende tiene una condición de víctima en su viril decisión
de suicidarse. Fue una víctima como muchos, del odio entre hermanos. Víctima de
su propio odio, de mi odio, del odio que gran parte de los chilenos nos profesábamos de
modo irreconciliable, del odio de los políticos y funcionarios demócratas
cristianos profesaron contra los propietarios de los predios expropiados, del
odio con que Radomiro Tomic se refería en sus discursos a Jorge Alessandri etc. Es cuestión de leer la prensa de la época para dar con esa evidencia. En otros tiempos y hemisferios, del odio que Alexis de Tocqueville vivió como
niño, en los tiempos del terror jacobino, lo que le inspiró escribir un libro, para
que nunca más hubiese revoluciones donde los seres humanos pasan a ser cosas.
Pacificar, restañar heridas, poner paños fríos a las pasiones; todas tareas
literarias plausibles, debe haber estado en la mente del autor. Pero aquello
solo se consigue desde la verdad. Cualquier intento de ser políticamente correctos
y respetar una narrativa miope de la izquierda, perpetúa el desencuentro entre
los que vivimos esos aciagos acontecimientos.
Los chinos, una cultura infinitamente más sabia que la nuestra, recuerdan a
sus hombres de estado, sin enjuiciamientos morales. Es parte de su creencia que
sus iniquidades, crueldades, errores, aciertos, justicias; son parte del Gran
Ciclo del Cielo. La dialéctica de la historia los chinos no la enjuician porque
cada fenómeno tiene su causa y la decadencia es el efecto de la prosperidad y
la prosperidad es el efecto del orden y el orden es efecto de la justicia y
legitimidad. La decadencia es reemplazada por los hombres fuertes que
reconstruyen la convivencia con dureza.
Sería magnífico que lográsemos superar aquel enjuiciamiento de nuestra
breve historia nacional, sin cánones de buenos y de malos. Categorías que impiden entenderla.
Algo de esto padece el autor: proteger la imagen de quien se inmoló luego de un discurso que, para quienes lo conocimos, fue una
suprema expresión narcisista, sin el valor moral que le adjudica reiteradamente el autor. Da la impresión que el autor estima qué, por el hecho de haberse inmolado, sería
parte de los buenos.
Respetar la memoria de nuestros estadistas, supone retratarlos de cuerpo
entero y con sus luces y sus sombras, que en el caso de Allende son muchas.
[1] Con quienes se retrató con ellos, y con mi padre, a la sazón Gerente de Celulosa Constitución, en la FITAL, Feria Internacional de Talca.
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