A mi edad no me compro mesianismos,
fatalismos ni brujerías para mejorar el estado de cosas. No creo en las
soluciones totales. La política desde esta perspectiva añosa consiste en administrar
el poder para urdir la convivencia social. Las voluntades humanas se cruzan,
traslapan y se oponen entre sí. Dejadas esas voluntades a su solo albedrío
normalmente colisionan, se expanden las emociones, surgen las pasiones y
finalmente desembocan en conflictos. Mayoritariamente quienes integran una
colectividad humana, desean cosas impulsadas por sus emociones. Y las emociones
no dialogan con otras emociones; solo la razón puede dialogar. De ahí nace la
necesidad que quienes conducen las colectividades humanas, deben administrar
esas emociones y orientarlas racionalmente hacia el bien común general. Eso se
llama liderazgo.
Chile llegó a la circunstancia
que desembocó en el 11 de septiembre de 1973, donde se enfrentaron opciones que
representaban más o menos nítidamente los enemigos de la guerra fría, habiéndose
agotado las posibilidades racionales de un acuerdo. Allende no fue un líder capaz
de administrar las pasiones de su bando y la guerra fue la única vía. Don Augusto
Pinochet pisando sobre una cubierta de cristal, conociendo en detalle la
experiencia de la guerra civil española, urdió cuidadosa y prudentemente que el
ejército se alineara en una sola opción: la del recambio lo más incruento
posible del gobierno marxista de Allende. La historia aun no reconoce el enorme
talento desplegado por Pinochet que hizo posible que la guerra civil no se
desencadenara con un ejército dividido como sucedió en la España del 36. En las
antípodas está don José Manuel Balmaceda, que no solo no administró adecuadamente
las pasiones de sus gobernados, sino que regó los incendios con bencina provocando
una guerra civil que causó más de 4.000 compatriotas muertos en aquella guerra fratricida,
en un país de 4 millones de habitantes. Comparados con las 2.298 víctimas
fatales que informó la comisión Valech, en un país de más de 10 millones de
habitantes, dan cuenta de un manejo mayormente prudencial en 1973, al menos
comparado con el conflicto de 1891.
Nos encontramos en aquellas encrucijadas
de la historia en que los chilenos nos dividimos en bandos bastante difíciles de
conciliar. Luego del llamado estallido social en el cual, desde mi perspectiva
fue una asonada de violencia política organizada y articulada por fuerzas
políticas subversivas; el 15 de noviembre de 2019 se llegó al intitulado por
sus suscriptores, “Acuerdo por la paz y la nueva constitución”. Dicho acuerdo
mal parido y peor implementado, recibió el reconocimiento de tal por el
gobierno de Piñera y por una mayoría del Congreso que acordó la modificación de
la constitución vigente para hacer posible una convención constituyente que
redactaría la nueva carta fundamental.
La arquitectura del proceso no
pudo ser peor. El liderazgo en esas iniciativas brilló por su ausencia.
Pequeños grupos metieron cuñas y transformaron ese cuerpo colegiado en la jaula
de todos los demonios latentes en el alma nacional; al punto que nos
encontramos ad portas de un texto constitucional, que de ser aprobado por simple
mayoría electoral, podría significar el fin de la república de Chile, dolorosa
y costosamente construida en más de 400 años por la sangre sudor y lágrimas de
nuestros antepasados.
El texto de la constitución que
se perfila carecerá sin ningún género de dudas, de la mínima legitimidad para
tener imperio. Ilegitimidad tanto por su origen, pero fundamentalmente por la
integración y la carencia de técnica legislativa. Personas sin formación
histórica, jurídica y política aprobarán una melcocha de disposiciones que
pretenden cambiar el carácter de la nación sin orden ni correspondencia ni
armonía con la tradición jurídica de cualquier nación mínimamente civilizada,
pretendiendo crear a través de un cuerpo legal, un ente que no existe. Tarea
que es imposible hacer ni por buenos legisladores en un cuerpo colegiado de calidad;
menos aún redactado por esta caterva de aventureros. Resumen: Si la
constitución es aprobada el caos social estará garantizado.
Entonces ¿Qué sucede si gana el
rechazo? El país queda sumido en una tierra de nadie, que, dadas las expectativas
sembradas, generará una enorme frustración y posiblemente inestabilidad y caos.
¿Qué idiota nos metió en esto? ¿Quién
diseñó este mamarracho? ¿Cómo puede ser que un país con una severa crisis de expectativas,
pero cuya gobernabilidad estaba relativamente asegurada, nos hayan involucrado
en este despropósito?
Creo que la causa basal de
la crisis de Chile no han sido las expectativas sino los liderazgos. Los
que han ocupado cargos parlamentarios, liderado los partidos políticos y en la
presidencia de la república en los últimos 16 años; han carecido de los
talentos mínimos para el desempeño de esos cargos. Mentes brillantes criollas,
que son pocas, han derivado a otras actividades, y el ágora política ha quedado
a cargo de personas de poco vuelo intelectual y espiritual. ¿Dónde está el
relevo de los Jaime Guzmán, de los Carlos Cáceres, de los Onofre Jarpa, de los
Patricio Aylwin, de los Edgardo Boeninger, de los Gabriel Valdés Subercaseaux,
de los Ricardo Lagos Escobar; por nombrar algunos que hicieron posible la
convivencia y mejoras durante 20 años? Las inteligencias superiores fueron sistemáticamente
desplazadas de los altos cargos de los partidos políticos y de la política en
general, por legiones de enanos. Con esos enanos al timón, la zozobra es un
peligro inminente.
Lo que el país necesita es dejar
atrás el fanatismo obtuso de los aprendices de brujo, el buenismo y los lugares
comunes, el catastrofismo y las campañas aterradoras. Convengamos que ambas
opciones planteadas nos condenan a sumir a la Nación en un hoyo profundo. Urgen
negociadores prudentes para alumbrar una tercera opción que nos saque de este
sancocho. Purgar las instituciones de todos aquellos que nos condujeron a esta
calle sin salida, no sería mala idea también.
marzo de 2022