LA VULGARIDAD O LA
ELEGANCIA
Imagine el lector al príncipe de Dinamarca paseándose lúgubre
por los pasillos de su tétrico palacio preguntándose; To be or not to be. ¿Ha leído o visto en escena el Hamlet? No
simpatizo con el personaje. Lo encuentro histérico, irresoluto y torpe. Pero la
creación literaria de Shakespeare se legitima universalmente por la radical disyuntiva
que propone. Es la pregunta por antonomasia: Ser o no ser. En palabras simples:
¿Me suicido o sigo viviendo?
Afortunadamente no estamos cotidianamente sometidos a tan
terrible pregunta. Pero la vida es un permanente elegir, desde el día que somos
lanzados a la existencia y tomamos conciencia de nuestra individualidad, hasta
el día que perdemos esa conciencia sea por la muerte o la demencia. Aunque no
lo queramos cotidianamente optamos. Desde lo más trivial hasta lo más
trascendente. Opta el prisionero sujeto por grilletes hasta el hombre
materialmente más libre del planeta.
En todas las manifestaciones de la discusión pública; en la
familia, en la política, la religión, la moral, incluso en la publicidad comercial;
se confrontan disyuntivas que pueden ser más o menos reales, posibles o relevantes
para el porvenir de quien las decide.
Las
relaciones de poder se dan entre, la voluntad de quienes pretenden endilgar la
conducta de la sociedad hacia un determinado fin o destino; y de quienes tienen
la opción de ordenarse a ese fin propuesto o rebelarse en contra. Quienes
conducen las relaciones de poder en la sociedad proponen una buena parte de nuestras
disyuntivas cotidianas. Los individuos a menudo olvidan que son ellos y solo
ellos quienes optan. Tan acostumbrados están que alguien -la propaganda, la
mamá, el presidente de la república, la CNN- les diga cómo deben proceder, que
no reconocen que son ellos los que deciden.
Mi
tesis es; muchas disyuntivas que nos
propone la modernidad, son irreales, imposibles o irrelevantes y no revelan
diferencias en las conductas de las personas ni consecuencias en su existencia ordinaria.
Pobreza-riqueza, derechas-izquierdas, creyentes-ateos, marxismo-liberalismo; no
generan conductas diferenciadoras entre quienes optan por una o por otra. La
razón es que tales disyuntivas, o no son relevantes, o no son reales. Un
liberal y un marxista; un ateo y un creyente en Dios; se conducen de una misma
manera en su vida ordinaria. Un pobre y un rico a menudo se conducen igual, ven
los mismos programas de televisión y tiene casi los mismos gustos.
Antiguamente
para enaltecer a una persona se decía: Fulano es de un hombre “distinguido”. Hoy vivimos la religión del igualitarismo. No
discriminar es el lema. Distinguirse ya no es un valor. Como opositor tenaz de esa marea niveladora, me
referiré a una disyuntiva real que se relaciona con la
distinción; disyuntiva real y relevante en un mundo dominado por las
disyuntivas aparentes o irreales.
Por vulgaridad nos
referimos a la conducta del vulgo, es decir de la muchedumbre humana sin
identidad personal. Podría relacionarse la etimología de esta palabra con el
verbo latino volo; en castellano, querer,
desear. De ese mismo verbo latino deriva el galicismo veleidad que se refiere al deseo caprichoso e inconsciente.
Disputan los filólogos acaso existe relación etimológica entre ambas palabras.
Independiente de su raíz idiomática, ambos vocablos se han ido fusionando, si
es que no lo fueron en su origen. El individuo
vulgar se caracteriza por su veleidad;
esto es, por desear caprichosamente, inconscientemente, sin una conexión o
proyección de su conducta hacia su consecuencia; consecuencias tanto que le
afectan a sí mismo, como a los que le rodean.
En Chile, injusta y desconsideradamente, se ha motejado esta
conducta con la rotería; con el roto. La alusión despectiva a la palabra roto, se la debemos a los peruanos
coloniales; y es nativamente injusta. Los Rotos
de Chile, fueron los leales a Diego de Almagro en la guerra civil entre
conquistadores, que se resolvió lamentablemente en contra de los rotos. Le debían el mote a su condición
paupérrima en que retornaron de la aventura conquistadora de Chile. Prefiero
usar la palabra roto, para enaltecer las mejores cualidades del pueblo chileno;
lealtad y fortaleza para acometer y resistir; pero no puedo obviar que el
idioma tiene vida propia, y al vulgar
en Chile se le llama roto. Por
cierto, en nuestro pródigo idioma castellano existe una palabra mucho más
precisa para retratar esta conducta: el
zafio; esto es, la persona grosera o tosca en sus modales, carente de tacto
en su comportamiento.
En las antípodas, elegancia es el hábito de las personas superiores. De quienes
retienen su energía y la canalizan ordenadamente para conducirse con total
conciencia de la consecuencia de sus actos. Los cultores del bushido japonés,
el gentelman inglés, el hidalgo español; aquella conducta que Velasquez retrata
en los protagonistas de su obra Las
lanzas de Breda. Ortega y Gasset en la obra que cito, refiérese de manera esclarecedora
a este hábito, cuando señala: ¿Qué es lo
que hay que hacer? Se trata de evitar el
capricho. El capricho es hacer cualquiera cosa entre las muchas que se
pueden hacer. A él se opone el acto y el hábito de elegir entre las muchas
cosas que se pueden hacer, precisamente aquella que reclama ser hecha. A ese
acto y hábito del recto elegir llamaban los latinos, primero eligentia y luego elegantia. Es, tal vez, de este
vocablo del que viene nuestra palabra inteligentia. De todas suertes, Elegancia debía
ser el nombre que diéramos a lo que torpemente llamamos Ética, ya que es
ésta el arte de elegir la mejor conducta, la ciencia del quehacer. El hecho de
que la voz Elegancia sea una de las que más irritan hoy en el planeta, es su
mejor recomendación. Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa,
sino que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir.”[1]
No confundir la elegancia con la
sofisticación del hijo de papá, o de
la mujer retratada en las revistas del corazón, ni con Versache o Louis Buiton.
Tampoco debe identificarse con una clase social. La elegancia no es patrimonio
de los opulentos. Al contrario, la opulencia a menudo va acompañada de aquella
crisis de los deseos que Nietzsche retrata en su discurso del último hombre[2].
La vulgaridad tampoco debe identificarse con los desheredados. La paupertas
evangélica es la conducta elegante por definición. El Santo Cura de Ars es el
elegante por antonomasia. La pobreza elegante siempre ha irritado a los
opulentos vulgares. La iglesia perdió la elegancia de antaño. La misa moderna
es prueba de ello. Adornada con jingles para alegrar el espíritu. No se trata de captar fieles sino prosélitos.
A las multitudes insumisas no se les puede exigir fidelidad. Históricamente
fundada en los mandamientos -esto es, los deberes- es hoy la iglesia explícitamente
promotora de los derechos humanos. Debe negociar con el vulgo. Tener mensajes vendedores para captar prosélitos.
Sostengo
que una verdadera disyuntiva se nos
manifiesta entre la vulgaridad y la elegancia. Optar por una u otra tiene
consecuencias reales. Si cedemos a la vulgaridad, el hombre estará perdido en
la paz y en la guerra. Si reivindicamos la elegancia y esta se generaliza,
construiremos para nosotros mismos, para nuestras familias, para nuestra patria
y para el mundo, un mejor lugar donde vivir. Quizá no más pacífico, quizá no
carente de sufrimientos; porque la guerra y los sufrimientos son consecuencias
de errores precedentes de la humanidad derivados de otras malas opciones. Pero,
a través de la conducta elegante propiciaremos una paz interior en lo personal y
una convivencia social que, en las carencias y sufrimientos, no descenderá a la
animalidad; y en la prosperidad y la paz elevará a la humanidad a un nivel
nunca alcanzado en el pasado.
Enero
2018